Entrevista
de Antón Castro a Ferrer Lerín. Verano de 2022. Una versión
reducida se publica en el diario Heraldo de Aragón el domingo 14 de
agosto de 2022.
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-En
alusión al libro de Santiago Ramón y Cajal, ¿Cómo se ve la vida a
los 80 años?
“Los
80 años” no es un estado de placer ni siquiera una atalaya para
contemplar la vida, para mí es, solamente, el final dificultoso y
agrio de nuestro paso por la tierra. Carece incluso de la
consideración de etapa, no tiene un después.
-Como
él, usted también quiso ser médico. ¿Qué le llevó a dejarlo?
Nunca
quise ser médico. Simplemente mi padre lo era y me gustaban las
ciencias naturales, por lo que se dio por hecho que esa era la
carrera que debía cursar; al concluir tercero la abandoné aunque
hubo un breve intento de reenganche. Recuerdo que en la Facultad, en
clase, escribía poemas en inglés, en un macarrónico inglés, y
luego, cuando inicié Filosofía y Letras, dibujaba cortes
anatómicos, siempre intentando epatar a mis condiscípulos, todo en
la línea pedante característica de un adolescente barcelonés.
-¿Qué
te llamó la atención de los animales, especialmente de las aves
carroñeras?
Mi
aproximación a la naturaleza tuvo lugar a través de las
ilustraciones de los gruesos tratados alemanes sobre herpetología de
la biblioteca de mi abuelo paterno, también médico, y de los largos
veraneos en una población hoy cercana a la ciudad de Barcelona,
entonces vista como muy alejada, y llamada, también entonces,
Sardañola. Los anfibios y los reptiles como criaturas manejables
constituían mi centro de atención; un carpintero construyó un
terrario, lo instalaron en el jardín y allí pasaba horas
contemplando a esa entrañable pequeña fauna. Mi despertar a la
ornitología llegó mucho más tarde, ya en la década de los
sesenta, cuando supe que todavía sobrevolaban nuestras cabezas unas
estructuras de más de dos metros y medio de envergadura a la
búsqueda de cadáveres. El descubrimiento me convirtió en
abanderado de la protección de buitres leonados, buitres negros,
alimoches y quebrantahuesos, amenazados por la mecanización del
campo, que los dejaba sin fuentes alimenticias al desaparecer las
bestias de tiro y verse con malos ojos el vertido de otras reses en
los muladares.
-A
menudo, con su mujer Concha y amigos, suele hacer una ‘carroñada’.
¿En qué consiste y cuál sería su encanto?
“Carroñada”
es un término que acuñé en esos años de inicio del
conservacionismo. En síntesis hace referencia al aporte de restos
cárnicos para el alimento, y la subsiguiente observación, de la
fauna necrófaga salvaje. Se elige un lugar solitario y despejado del
monte y allí se echan los restos, a la espera de la llegada de las
aves. La carroñada dispone de dos elementos que la hacen
incomparable, el primero la aparición en medio del cielo vacío,
antes del vertido de los despojos, de numerosos puntos que se
agrandan a gran velocidad hasta convertirse en enormes criaturas
hambrientas que descienden remedando el aterrizaje de pesados aviones
y, el segundo elemento, el proceso de desaparición de la carne
muerta, la absorción por la naturaleza, mediante la labor de sujetos
especializados, de cantidades, que pueden ser ingentes, de vísceras,
músculos, grasa, e incluso partes menos blandas, de las reses
muertas y, en general, de cualquier resto procedente de carnicerías
y mataderos.
-Lleva
más de medio siglo en Jaca. ¿Qué le ha dado la ciudad y su
entorno?
Cuando
llegué a Jaca en 1968 para trabajar como becario en el Centro
Pirenaico de Biología Experimental, con el encargo de confeccionar
la primera lista patrón de aves pirenaicas, me encontré con un
paraíso, una ciudad hecha a mi medida, desprovista de las
incomodidades, físicas e ideológicas, que ya apuntaban en mi ciudad
natal, Barcelona, y con un entorno que, para un naturalista,
resultaba incomparable.
-Insisto
un poco más: ¿cómo definiría los bosques, las aves, los animales,
qué tipo de emociones y aventuras le han dado?
La
Naturaleza produce, en cualquier individuo sensible, un caudal
importante de emociones. Aunque quizá ese caudal sea superior si el
individuo tiene raíces urbanas, si tiene el campo, su flora, su
fauna, en el horizonte de sus objetivos nostálgicos, en la necesidad
de recuperar un pasado que desde la ciudad se imagina virginal y
venturoso. Mi caso, sin embargo, no es el del diletante, ejerzo,
desde la infancia, el papel no impostado de científico, de
clasificador, de observador, de estudioso de los detalles que quizá
para otros pasen desapercibidos y que me aleja de la visión adánica
del paseante que aunque culto, no puede dejar de sentirse arrobado
por el grado de belleza elemental que percibe a su alrededor. Soy más
un filatélico que un flaneur.
-¿Qué
ha dejado de darle, en qué medida cree que ha cambiado para usted la
naturaleza?
Durante
33 años dejé de escribir literatura y, en ese accidente, buena
parte de la responsabilidad pudo atribuirse a mi dedicación al
estudio de la naturaleza, al diseño de estrategias para su
protección. En este instante reconozco cierto debilitamiento en la
recepción de los impulsos que proporciona el ecosistema pirenaico,
quizá la mengua alarmante de la avifauna por el cambio de estrategia
productiva, por el paso de la ganadería y la agricultura al turismo
de masas, tenga algo que ver.
-En
una repisa o alféizar de su balcón, recibe a los pájaros y les da
de comer. ¿Qué piensa o qué siente mientras los ve, qué relación
han establecido?
Las
aves son seres interesados, igual que los humanos. Acuden a mi
terraza a comer, no a mitigar mi soledad; otra cosa es que su
acercamiento beneficie a ambas partes, es una relación mercantil.
-Cuando
mira hacia atrás, hacia Barcelona, sus viajes, sus años de
formación, ¿cómo ve esa época de jugador de póquer, a veces
rival del escritor Félix de Azúa?
El
póquer estuvo íntimamente ligado a la imagen del estudiante
universitario. En aquel tiempo no se entendía la Universidad sin un
componente de crápula, y junto a un agotador rosario de peripecias
sexuales se simultaneaba la asistencia a clase con las partidas de
póquer, por ejemplo en el bar Josefa, cerrado al público por las
mañanas pero en el que, por la extraña amistad de alguno de
nosotros con el camarero, al que le faltaban ambas orejas, se nos
permitía organizar timbas casi a diario. Quizá en ese antro tuve
ocasión de jugar con algunos genios en ciernes de la literatura, que
no del manejo de los naipes, como Félix de Azúa y Leopoldo María
Panero.
-Como
escritor, ¿se ha sentido un solitario en Jaca, un incomprendido, un
‘outsider’?
Hasta
la publicación de la novela Níquel,
en 2005, nadie sospechó en Jaca que fuera, y sobre todo que hubiera
sido, escritor. La verdad es que nunca lo revelé, prefiriendo que se
me asimilara a la carroña, incluso que se me nombrara con el mote de
El Buitre. El editor, zaragozano, quiso que Níquel
se presentara en Jaca, y el multitudinario acto en el Salón de
Ciento supuso el inicio de mi catalogación como escritor, etiqueta
que llevo bien y que he de decir que me produce satisfacciones, en
especial cuando el periódico local, El Pirineo Aragonés, comenta
generosamente mi obra.
-¿Qué
significa para usted escribir en un blog como ‘El Boomeran (g)’?
Mantengo,
desde 2008, un blog personal, y utilizo cuatro modelos de facebook
para la información general, las Acciones, las reseñas y el Arte
Casual. En 2015 fui invitado a publicar periódicamente en El
Boomeran(g), un blog creado por El País, que luego pasó a manos de
la Fundación Santillana y ahora a la Fundación Formentor. Es un
blog colectivo, en el que varios autores escriben sobre materias más
o menos ligadas a la literatura. Sin duda alguna constituye un honor
estar ahí.
-¿Qué
es exactamente Paco Ferrer Lerín: un poeta, un narrador, un creador
de vocablos o un fabulador puro e irreductible, más allá de los
géneros?
Me
gusta definirme como escritor, englobando en el término los
apartados de poeta y narrador, y, secundariamente, definirme también
como filólogo. Las palabras suponen, pues, el material de
construcción, primigenio e indiscutible, con el que cuento y al que
venero dedicándole buena parte de mi tiempo profesional y social.
-¿En
qué medida es un extravagante requerido y venerado por los editores
y algunos doctorandos?
Siento
dar esa impresión. La extravagancia es una actitud buscada, forzada
por individuos que quieren destacar, separarse de los demás actuando
de modo chocante. Quizá, y abusando del erróneo concepto de que
todos somos iguales, alguien pueda creer que mis rasgos y
comportamientos se apartan, de modo intencionado, de los rasgos y
comportamiento de los demás, pero la diferencia entre humanos
siempre existe, con mayor o menor claridad, con matices más
evidentes entre algunos.
-A
menudo cita a Borges como su maestro. ¿A los 80 años se siguen
teniendo maestros o referentes?
Los
maestros tienen su propio anaquel aunque a veces el polvo hace mella
al no ser consultados, y por ende soplados, con la frecuencia con la
que se consulta a autores menores pero inmersos en la
contemporaneidad. De todas formas, con el paso de los años, el
reconocimiento de la maestría de Borges y otros grandes, queda
incorporada de tal modo a los pliegues de nuestro cerebro que no
necesitamos abrir sus libros, ni siquiera necesitamos pensar sus
enseñanzas, ya forman parte de nosotros mismos.
-¿Tiene
algo de especial el verano para usted?
El
verano es la peor de las estaciones. La fealdad humana, corporal y
moral, se pone en valor acompañada por pachangueras musiquillas y
deplorables gastronomías regionales. Quizá se esté a tiempo de
reaccionar y se comprenda que el dinero empleado en realizar viajes,
esa actividad nefasta en la que se paga por pasarlo mal, podría
emplearse en climatizar los domicilios, en prepararse para lo que se
nos viene encima, esa mortífera temperatura en torno a los 50 grados
a la sombra que los meteorólogos rigurosos nos anuncian que se
alcanzará a corto plazo .