Courteney Cox
Los rebeldes de la ciencia (1985)
Mentía sin necesidad o tal vez necesariamente. Le obligaba su oficio a ello y purgaba el pecado sumiéndose en lo que odiaba. Así al preguntarle: “¿Dicen que dices lo que no piensas?”; él respondía: “Simplemente porque les amo”.
En primavera, tras las fuertes llovidas propias, encontré a la caravana descansando en las orillas del Nhei. La mayoría remendaba la lona y un grupo, quizá escogido, comía en silencio. Allí estaba Beón, sentado de espaldas al río. Su hijo —o copia de él— me miraba insistentemente.
– No sabía que estuviera contigo.
– ¿Dónde iba a dejarlo? Y además aquí aprende.
Luego, en la meseta que dominaba el campamento, hallé la ocasión de disculparme. Él me observaba tranquilo, con las manos grandes que mi padre besaba, cruzadas sobre el regazo y la boca predispuesta a la ironía. Miré ahora el valle: me estaba preparando para escuchar la confesión de aquel hombre y el surco que marcaba el río traíame imágenes calientes, falsas en la mayoría de veces. Hundí las manos en el musgo, apoyé la cara —sólo un instante— sobre la roca y rápido me volví en dirección a su rostro, que se inundaba entonces de una luz muerta.
– Bartak —dijo inseguramente—, estamos casi en la cima del mundo y no conocemos la historia de nuestras vidas. Mi historia desordenada, revivida constantemente en cada función nocturna; mi historia familiar, de antigua grey; mis noches ciegas, sin el reposo de una verdadera satisfacción. Busco el porqué de tantos actos estúpidos y sólo encuentro el sonido de una vara de mimbre. Contemplo a mi hijo y me pregunto qué me movió a crearlo. Veo sus inclinaciones, que son las mías, empujándolo al atolondramiento y a la vanidad y temo que no lo sane ni la tranquilidad de estos lugares.
Cogí un extraño animal y lo levanté por encima de nuestras cabezas. El acto me permitió clavar las uñas en la blanca piel del payaso. No brotó sangre y él no notó la maniobra.
– Esperas interminables —prosiguió— me obligaban a buscar distracciones nuevas: me divertía contando las luces de la pista, reía al descubrir inesperadas polvaredas grises tras los cascos de los caballos y aguzaba ridículamente mis sentidos con la esperanza de sentir en mi carne los cuchillos que se clavaban cerca de la mujer rubia. Así, en una larga espera, con la desesperación del que se siente habitualmente postergado probé, introduciendo mis dedos, la viscosidad tranquila de la miel. Apuré, sin saber prácticamente lo que hacía, el frasco, y salí a la pista con el cuerpo barnizado interiormente de aquella nueva materia dulce y peligrosa. El fracaso de aquella noche transcurrió rápido. Imaginaba el regreso a mi camerino y la posibilidad de ingerir sin prisa otro bote del nuevo descubrimiento. Era el nacimiento del vicio más extraordinario de toda mi existencia. La miel me gustaba apasionadamente. Su corporeidad crujiente y densa, su sabor picante bajo la apariencia dulce me transformaban, y sobre todo evadían a mi cansada mente de la monotonía diaria. Durante un maravilloso año, mi vida corrió tranquila bajo los efectos de la droga, hasta que una noche, en que debía representar un papel algo más largo que lo acostumbrado, mi cuerpo entró de improviso…
No permití al mentiroso clown proseguir su relato. Era inútil intentar penetrar en su vida. Primero, anunciaba enfáticamente que ello no era posible por mi incapacidad, quizá de análisis o quizá de juicio y luego, apañaba una historia para distraer mi atención. Su mismo hijo, apoyaba con sus muecas y aspavientos la certidumbre que yo ya poseía. Beón intentaba engañarme de nuevo. Era infinita la relación en que se citaban nuestros fallidos encuentros. Pero ahora no sería así. Aproveché una natural distracción de todo padre: miraba, mientras describía la historia, a su hijo y dejaba resbalar su mano derecha por la frente de la inhóspita criatura. Di un salto —y un grito también— y me abalancé sobre él. Mi peso, mi corpulencia, mi fuerza y el hábito en mi raza a estos actos acabaron rápidamente con su vida. Hinqué mis colmillos en el cuello fino, débil y frío y, horrorizado paladeé, en lugar de la sangre habitual, una pastosa y dulce crema: algo blando y amarillento que rellenaba la maquillada piel. Mi sorpresa envalentonó a la cría y prodigiosamente comprobé que su tamaño real no era el que aparentaba. Debía de haber estado doblada toda la velada y de sus brazos surgieron hierros que abrieron mi carne chamuscando mi largo pelo y quebrando mi lomo. Quizá de las montañas llegaran hermanos vengando la afrenta porque mis últimos aullidos parecían tener eco en la penumbra dolorosa de aquel 23 de Mayo.
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Ferrer Lerín (1964)
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Cónsul
Ediciones Península
Barcelona, 1987
F. F.
Francisco Ferrer Mascaró, notario, natural de Balaguer, Lérida
viaja destinado a Puigcerdá, Gerona, a mediados del siglo XIX
cómo sería el viaje, qué emolumentos supone el cargo
no lo sabemos.
Buenaventura Morer Gasset, natural de Pareras, Gerona
contrae matrimonio en Puigcerdá con Francisco Ferrer Mascaró
qué dote, qué salud, qué piedad, qué belleza
no lo sabemos.
Abilio Ferrer Morer, natural de Puigcerdá, hijo de Francisco y Buenaventura
ejerce como odontólogo en la ciudad de Barcelona y tiene muerte prematura
quién le induciría a iniciar esos estudios, quién le induciría a jugar en bolsa
no lo sabemos.
María de las Mercedes Auger Massanet, natural de Barcelona
contrae matrimonio con Abilio Ferrer Morer, la recuerdo sentada
ella siempre de negro, la abuelita Mercedes, dónde casarían
no lo sabemos.
Francisco de Sales, Sebastián, Abilio, Ygnacio Ferrer Auger, natural de Barcelona
hijo de Abilio y Mercedes, odontólogo, luego médico
mi padre, que recupera el binomio F. F. gracias a quién
no lo sabemos.
María Luisa Lerín Falcó, natural de Barcelona
contrae matrimonio con Francisco Ferrer Auger en la ciudad de ambos
a su único hijo se le bautiza Francisco gracias a quién
no lo sabemos.
Francisco Ferrer Lerín, licenciado, natural de Barcelona
duda de si él es un error, de si hubo un hermano de Abilio llamado Francisco
de si esa sería la verdadera rama, de si ha sido fatal recomponerla
no lo sabemos.
Concepción Jiménez Castro, natural de Torredonjimeno, Jaén
contrae matrimonio con Francisco Ferrer Lerín, en Jaca, Huesca
propone Francisco como nombre para el primogénito, ¿su marido duda?
sí lo sabemos.
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Francisco Ferrer Lerín
Fámulo, Tusquets Editores, Barcelona, 2009.
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Fotografía: Fran Ferrer
Ana Santos Rey, profesora de Lengua y Literatura en el I.E.S. San Alberto Magno, de Sabiñánigo (provincia de Huesca), ojea un ejemplar recién llegado de Cuaderno de campo.
Ha vuelto a suceder. Me he vuelto a enamorar. De mi uróloga. Hubo un bache. Un malentendido quizá. O su empecinamiento en querer practicarme una biopsia prostática. Y mi empecinamiento en no quererlo. Recurrí a la autoridad profesional de sus mentores. ¿Indebidamente? Pero tuvieron razón. Y hubiera sido innecesario perpetrar tamaña escabechina. Despejado ahora el panorama. Sentada la evidencia de que por el momento no me devora el cáncer. Olvidadas las escaramuzas. Volvemos a sonreír. Cruzamos las miradas encendidas. En cuanto lo permite la postura. Tras el tacto rectal consuetudinario. Ante el estupor de la enfermera vasca de pesadas carnes.
Tránsito
La alta clase labradora
por su entusiasmo ornítico
permanece aquí.
Agitaciones, inquietudes, gritos
no la fuerzan a la mudanza.
Sé, en cambio,
que las aves migradoras
morirán
todas
las que tanto me admiraron
y las que exhiben el hueso llamado pecho.
Los hombres en alto grado impresionantes
los esclavos caballeros
la mujer fogosa, indigna,
la apellidada Mudable
aguardarán
reflexivos.
La más recia de las piedras
el más digno de los hierros
estallarán
con el tiempo
en el rostro de las bestias avezadas, pero yo
en esos días, muy cansado,
reposaré dormido, quizá
en la provincia más angosta, cobijado
en la ruina palmeada
y no querré volver.
Dilatada la mirada
la mirada que doblega al extranjero
de complexión enjuta
y marcialidad temprana
cavaré
en la loma conocida por “la oscura"
un dormitorio de tierra
una cocina de espanto
un gran embudo de sangre.
(2019)
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Grafo Pez
Libros de la resistencia
Madrid. 2020.
Recibo una radiografía de tórax de Eudora Pañico. Propone un libro, 30 tórax, que ella editaría. El volumen contendría 30 radiografías de tórax de 30 amigas. Yo debería escribir 30 textos sobre la vida de cada una de ellas.
Nelson Villalobos Ferrer
con Grafo Pez.
Vigo (provincia de Pontevedra).
28.10.20. Foto: Daisy Villalobos.
Sandra Flores, profesora de Lengua, hojea y ojea Grafo Pez asesorada por Santa Teresa de Ávila y Santa Eulalia de Mérida. I.E.S. San Alberto Magno. Sabiñánigo (Huesca). 14.10.20. Foto: P.J.G.R.
Publica el diario valenciano Levante un excelente artículo firmado por Alfons Cervera sobre la poesía en general y sobre mi libro Cuaderno de campo en particular. Acompañando el texto la redacción coloca una singular fotografía, y digo singular porque junto a elementos pertenecientes al terreno de la gran normalidad, como el hecho de que yo esté sentado, de que se me vea con unos quilos de más y el rostro abotargado, aparece un detalle, sólo percibible por mí, que invalida la autenticidad de la imagen: el reloj; nunca llevo reloj de pulsera y, lo más importante, no tengo ni he tenido un reloj pequeño, redondo y dorado. Lo hablé con Alfons e investigará de dónde el rotativo obtuvo la foto que, sin duda, fue confeccionada con pedazos de otras, no todas pertenecientes a mi ilustre persona.
Esta imagen es una muestra inapelable de la profesionalidad de la fotógrafa Cortell Olcina que logra captar parte de la secuencia de un sueño, un sueño en el que sueña conmigo, y en el que sueña con ella, y con las vacaciones que pasamos juntos en Cabo de Gata en 1986, tal como aquí se atestigua.
Francisco Ferrer Lerín
GRAFO PEZ
Libros de la Resistencia. Colección Poíesis.
Madrid. Septiembre 2020.
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Fotografía: Librerantes, Madrid, 02.10.20.
Francesc Cornadó y Pablo Picasso leen Cuaderno de campo, de Ferrer Lerín.
Barcelona. 24.09.20. Fotografía de Manuela Bardón.