Como todos los poetas, Francisco Ferrer Lerín, mantiene una ocupación paralela y, a
primera vista, alejada de la dedicación poética; una dedicación intensa a lo que
podríamos llamar “las ciencias de la vida”, una rama de las ciencias naturales que tiene
como objeto el estudio de los seres vivos y, más específicamente, su origen, su
evolución y sus propiedades.
Fiel a los objetivos de las ciencias de la vida, el poeta Ferrer Lerín decidió, a finales de
1976, dedicar su tesis doctoral a la extracción y el análisis de los ornitónimos –los
nombres de los pájaros– contenidos en el Diccionario de Autoridades, publicado entre
1726 y 1739, el primer Diccionario de la lengua castellana editado por la Real Academia
Española y la primera actividad ilustrada del país, tal vez la única. Y aunque la tesis no
se llegó a realizar, daba cuenta de la verdadera dedicación del poeta: la clasificación.
Ferrer Lerín es un magnífico clasificador. La clasificación es una disposición
fundamental del saber que ordena el conocimiento de los seres según la posibilidad de
representarlos en un sistema de nombres. Podríamos afirmar que el orden y la
clasificación de los pájaros se distingue muy poco del orden de las palabras que
conforman un poema.
La clasificación es la primera tarea a la que el hombre se dedicó después de contemplar
y observar el mundo concreto de su alrededor. Clasificar tiene como objetivo ordenar la
diversidad de las formas del mundo, dividiéndolas en un conjunto de cosas y
asignándolas a una determinada clase o grupo, para arrancarlas del caos en el que se
manifiestan. Como hace la poesía. La clasificación es la forma más representativa del
pensamiento salvaje, que es la herencia de una larga tradición científica que supone
siglos de observación activa y metódica. El pensamiento salvaje es un pensamiento
científico en el que la percepción y la imaginación se confunden: hay dos vías científicas
diferentes: una próxima a la intuición sensible que Levy-Strauss denomina “primera” o
salvaje y la “propiamente” científica.
El científico salvaje y clasificador –es decir nuestro poeta Ferrer Lerín– no sigue la
línea recta; sigue los rebotes inesperados de la pelota cuando retorna a la pared, los
vericuetos del animal que divaga, o el movimiento del caballo que se aparta para evitar
un obstáculo. Las curvas, los laberintos, las espirales son formas más próximas al
pensamiento salvaje que la línea recta, sin atajos y por el camino más corto. La línea
recta es un icono de la sociedad moderna y ha servido para caracterizar el progreso y
oponer los circunloquios de la tradición oral a la rectitud de las anotaciones escritas.
Cuando el salvaje clasifica se fundamenta en la observación, en la observación de lo
concreto y en la imaginación, mientras que el científico lo hace en la abstracción y en el
principio de contradicción. Para el salvaje, y para el poeta, sin embargo, el principio de
contradicción no existe, puesto que cualquier proposición y su negación pueden ser
verdaderas al mismo tiempo y en el mismo sentido.
De todo ello se deduce que la clasificación del pensamiento “primero” se basa en el
principio de analogía y semejanza, –en lugar del principio de identidad y diferencia–
principios que dependen de la observación de lo concreto y de los contactos entre todas
las cosas del mundo que la imaginación reconoce y afirma. Y aquí, en la poesía de
Ferrer, hay un estupenda identificación entre el pensamiento poético y el pensamiento
“primero”.
Una de las ocupaciones de Ferrer, y una constante en su obra, es en efecto la
observación de las especies salvajes por la diversidad de las cualidades sensibles que
ofrece a la observación, y que exige poner en relación unas cualidades con las otras; las
especies domésticas, en cambio, cesan de estimular la atención del poeta, puesto que
están sometidas al único objetivo del rendimiento. Aquí, el poeta ferrer, reencuentra al
Rousseau de las Rêveries du prommeneur solitaire, al Linneo del Sistema de la
Naturaleza y a Buffon, pero tambien a Virgilio, a Lucrecio, a Teócrito y a Borges, que
por el estudio de la naturaleza se realiza un verdadero ejercicio del pensamiento y una
auténtica composición poética.
Es esa manía clasificatoria del pensamiento “primero”, la que practica Ferrer Lerín en
sus libros. Tanto en los científico-filológicos como en el Bestiario, como en los
poemarios De las condiciones humanas o en Cónsul, como en el inclasificable Papur; en
todos esos libros la mente divaga y transcurre por laberintos, túneles y espirales y
puede quedarse inmóvil observando el movimiento de las aves o el portear de las
hormigas.
En los libros de Ferrer todo parece confundirse e identificarse: los humanos con los
animales, los animales con sus nombres, los nombres con la memoria, la memoria con
los hábitos domésticos, los hábitos domésticos con las personas y las personas con las
cosas, puesto que para Ferrer Lerín hay algo de todo en cada cosa. Creo que el que haya
de todo en cada cosa es el lema, tal vez, de su poesía.
Que haya de todo en cada palabra, podríamos rectificar, porque estamos hablando de
un poeta y el poeta trabaja con las palabras –como ese fámulo cuidador de las
palabras– y las palabras con que trabaja Ferrer Lerín son extrañamente poco poéticas,
como en cambio lo son las palabras con que trabaja Rubén Darío o Juan Ramón o
Claudio Rodríguez. Las de Ferrer son del acervo común, también lo son las de Darío,
Jiménez o Rodríguez, pero las de Ferrer Lerín no tienen una tradición poética, no
remiten a estados de la conciencia digamos “excepcionales”, ni son necesariamente
elegantes, ni áulicas, ni su objetivo es la belleza formal. Sus palabras son las que todos
usamos todos los días: ceremonia, centenario, duende, ventana, iglesia o vientre; y sin
embargo, leyendo a Lerín, y reconociendo las palabras en su inmediatez, todas ellas
abandonan el lugar que ocupan normalmente en el orden inmediato de las cosas y se
cubren de una extrañeza que nos deja algo perplejos y algunas veces asombrados o
violentados; puesto que todas las palabras que configuran el poema, sin dejar de ser lo
que son, nos remiten a otro orden de la realidad que no niega a la real, sino que la
expande, la amplía, la violenta a veces, y nos sitúa a nosotros lectores, en un lugar que
no acostumbramos a frecuentar y que a menudo desconocemos, pero que el poema,
como una topografía, nos ayuda a penetrar en él y a quedarnos allí, en aquel lugar, a
pensar, a recordar, a analizar, a comparar lo que sabemos con lo que estamos
descubriendo. Y ciertamente descubrimos, no un mundo nuevo, pero si otra manera de
estar en el mundo y de contemplar lo que tenemos alrededor.
MATUSALÉN, 2
¿Fueron nubes cargadas de agua, cúmulos
tan próximos al parabrís, o lejanas
montañas inéditas
en mi archivo
adolescente?
Varias veces, los tres,
en un juego dorado, frente
a la mole
blanca
o gris, alborozados,
en la carretera festiva, en eso
que luego fue
la nacional
dos, discutimos
-contemplamos la posibilidad, especulamos,
se diría hoy- acerca de, y lo deseábamos,
de que fueran
unas grandes
majestuosas nuevas montañas.
¡Qué padres para una infancia!
La dicha, los tres,
sí, así era, los tres
en el coche ¿Opel? metidos,
camino,
el domingo, y no hay razón, hacia una merienda
campestre, no sé
a qué obedece, en el horror
de mi noche
de hoy, en la soledad, en el frío, por qué
vuelves
otra vez, esa duda
feliz, de qué estaban hechas
esas formas, coliflores
de algodón, o, tal vez, orografías
de matorral, incluso
abriendo, con violencia,
los ojos,
no consigo,
que se vayan.
Esta manera desacostumbrada de estar en el mundo, que suscitan muchos poemas de
Ferrer, está estimulada por la supuesta naturalidad con que se expresa el poeta: por la
palabra común y por la expresión objetiva y racional, donde no hay lugar para la
fantasía ni para elucubración metafísica, manía a la que se entregan tantos poetas. Esto
sucede porque la poesía de Ferrer no es una imitación ni una representación de la
naturaleza, ni de la naturaleza objetiva, ni de aquella otra, subjetiva, que acostumbra a
utilizar juegos privados como metáforas de lo desconocido. Tampoco es una poesía
alegórica puesto que los términos de sus poemas no se refieren a un significado oculto y
más profundo, sino que son, simplemente, lo que dicen sin intención de decir una cosa
por la otra.
Parece, a primera vista, que la alegoría sea el recurso más común en la poesía de Ferrer,
pero no es cierto. Lo cierto es que el lector frente a la perplejidad, el asombro o la
extrañeza que le ha suscitado el poema, se detiene a pensar y a imaginar cuáles son los
mecanismos o los recursos que han ido en su ayuda a la hora de escribir el poema.
Porque no es arbitraria la selección de la palabras, ni la combinación que establecen
entre ellas, ni el resultado de esta operación intelectual, que es el poema. La selección,
la combinación y el poema final, como no es una fantasía de la libertad, es, sobre todo
una evidencia objetiva y necesaria. Necesaria para el poema, necesario para el poeta y
necesaria para el lector. Porque no hay hermetismo, pero si hay un secreto, en la poesía
de Ferrer. Un secreto a voces que, como la carta robada de Edgar Allan Poe, está frente
a nosotros y no sabemos verla. Este secreto está en la meticulosidad con que han sido
escogidas las palabras, como si cada una de ellas, a pesar de su inmediatez, viniera de
lejos, cargada con la experiencia que el autor ha ido acumulando con ellas, desde que
puso los pies en la tierra. Los topónimos, tan frecuentes, nos muestran el paso del poeta
por el lugar, con sus vericuetos, sus atajos, sus bosques y sus amanecidas. Los nombres
propios se nos acercan con las relaciones que el poeta tuvo con ellos o que hubiera
querido tener o que imaginó que tuvo algún día. Los nombres de los animales, los
salvajes, los domésticos y los imaginarios, que cruzan su vuelo con el paso del poeta,
mientras cortan el aire frío de la mañana y por la tarde emiten sonidos graves que el
poeta apenas recuerda.
INVERTEBRATA
No hay pasión mayor para los que amamos el desierto
que contemplar las nupcias de la abeja enana.
Otros, entre los que se cuentan capellanes, enfermeros
y sectores poco eficientes de lo más angosto del Protectorado
prefieren la cópula anodina de la mosca grillo y, los aún más directos,
la higiene concienzuda de la filoxera clavo o la degeneración venérea,
en sus partes blandas, del pseudoescorpión templado.
Al llegar a Erbala, un tenebrio dorsal acebrado fulmina de cruel picadura
al negroide chófer de mi todo terreno, perdido
y sin rumbo, caigo al profundo barranco llamado La Esclava donde
un mudo tropel de sanguijuelas grises
-
Barbronia weberi-
acaba con mi flujo sanguíneo
y con la ventura de seguir extasiado
ante el variado plantel de especies entómicas
del kavir nigeriano.
Nombres reales, posibles e imaginarios, construidos con la imaginación y la memoria,
encontrados en alguna lápida de un cementerio abandonado, o escritos a lápiz en un
diccionario holandés del siglo XVII, o construidos en las vigilias nocturnas, mientras
los grajos trajinan entre la catedral y los abedules. He dicho que no era arbitraria la
selección de estos nombres, y no lo es porque surgen de la necesidad de ser vistos,
recordados y ordenados según su incidencia en el campo de acción del poeta Ferrer.
En la poesía de Ferrer Lerín el testimonio cuenta más que la creación. Por eso su poesía
renueva, desde lo íntimo y propio, el lenguaje y sus usos; afronta el riesgo de su salida
pública y, de este modo, escapar a la arbitrariedad y a la retórica decorativa. De ahí el
asombro y la violencia que pueda provocar en la imaginación del lector, su lectura.
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Conferencia pronunciada por el Catedrático de Teoría del Arte de la Universidad Pompeu Fabra
de Barcelona Antoni Marí Muñoz en la presentación del libro de poemas
Fámulo de Francisco
Ferrer Lerín en el Salón de Ciento del Ayuntamiento de Jaca el 14 de agosto de 2010. Texto publicado en el nº 774 de la revista Ínsula (junio 2011).