Albino
Murió Albino. Gigante,
indeciso, gafas oscuras perpetuas. Se le vio durante años pasear, detenerse
agotado, apoyarse en las puertas como si fuera a entrar en las casas, por ese
lugar difuso que es la plaza España y la Gran Vía ya
saliendo al aeropuerto. Muchos debieron de hablar con él porque quedan
testimonios de su pensamiento recogidos en la prensa y en varios libros de
carácter ligero y misceláneo. ¿Vivía en...? Puede que en la calle Tarragona o,
mejor, en esa tupida red viaria que la flanquea a la derecha en sentido descendente, en esas
casuchas pegadas a los corrales del antiguo matadero, quizá no en una casa
sino en un corral, en el corral incluso que albergó a la ternera Celia, la que
produjo las mejores carnes de 1956, las que permitieron que el chef Bartrés
ganara el premio al mejor fricandó. Pero ahora ¿aún existen esas cuadras?
Puede, pero nadie lo sabe con certeza. A lo mejor, en la base del más elevado
de los rascacielos, dejaron un espacio, una burbuja hormigonada, para mantener
en pie un minúsculo habitáculo de ladrillo ¿y adobe?: el cubil de Albino. “¡Qué
rancho, devoraba ratas!” sentenciaba un malévolo, también los guardias,
acicalados, le acusaban de ladrón: restos no sólo cárnicos, también algún
pescado y la extraña fruta con sabor a heces. Hubo dos viajes, sarnosos. Una
turbamulta: pordioseros, enfermeros, clérigos, hermanas de la caridad. Primero
a la Meca blanca, en Roma, en busca de la bendición. Segundo al África negra, a
socorrer refugiados. Albino destacaba. Su porte. Su blancura. Su fuerte hedor.
Peregrinos entre la guardia pretoriana vaticana. Sanitarios entre ventrudas
criaturas y madres multíparas. El periodista juvenil y perplejo define a Albino
como protoinventor. Cuenta en su columna del diario gratuito que “les regalaron
bolígrafos bicolores y Albino supuso que con el rojo escribiría en español y
con el azul en italiano (...) se trata de un genio en ciernes, esa maldición
bíblica y real de las lenguas queda solventada con un ligero artilugio que
nuestro hombre quiere desarrollar a partir de un souvenir de atrio de iglesia”.
África no fue menor, no produjo un invento de menor importancia. Albino
anticipó a Lovelock y Sartori y comprendió que la solución no estaba en curar
negritos sino en evitar que nacieran tantos. Enseñó a la corresponsal del Post
una cacerola oxidada de la que colgaban cables al tiempo que le advertía que el
dolor en esos países era insoportable y que con esta máquina, con el
Detector-Medidor de Sufrimiento, iba a convencer de una vez por todas a las
autoridades mundiales para que iniciaran una campaña seria y definitiva de
control de la natalidad. “El problema hay que cortarlo de raíz”, repetía, “nada
de parches, Albino no quiere ver más mujeres y niños sufriendo”. El fotógrafo
Pablo J. Pérez obtuvo, estas Navidades, su última instantánea y sus últimas
palabras. Acurrucado en el portal de la Casa de la Papallona se disponía a
afrontar su última noche de vida abrazado a una bolsa de plástico que relucía
bajo la farola. “¿Qué llevas ahí?”, le preguntó J. Pérez, a lo que respondió
Albino, “llevo un alijo de polvorones”. ANGÉLICA YETANO
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Barcelona. Calle Llansá. Casa Fajol -La Papallona-.