En ese inmueble de aire palestino perdí parte de mi vida.
Llegué, cansado, un atardecer, quedé dormido, y dos días después desperté de
mañana; una mañana cálida por las manchas de sangre que decoraban buena parte
de las sábanas, sangre que goteaba del techo, de modo continuado. Pero me
gustaba el lugar, lo frecuentaba,
accedía por una puerta que ya no existe, llegaba a esa sexta o séptima planta,
un angosto espacio, final de la escalera, rellano de cemento, entrada abierta a
una vivienda de habitaciones variables, no por los muebles, que apenas había,
sino por las habitaciones en sí mismas, por su tamaño y por su número, siempre
aumentando y disminuyendo. Una vivienda, que en los seísmos, frecuentes, se
balanceaba como una rama fina, y yo, al volver la calma, miraba, sin apenas
vértigo, por las ventanas, y veía una plantación de caucho, y, a veces, un gran
embarcadero, algo alejado.