Qué lugar. Sin duda el
fin del mundo. Un erial pedregoso con matas ralas de sabina al que llegué solo
en mi viejo Chrysler 180. Me detuve porque ahí se acababa el asfalto. Y la
carretera. Bajé. Paseando, a los pocos metros, descubrí que me hallaba en el
borde de una terraza fluvial y, al asomarme, en el fondo de aquel abismo
oscuro, creí oír el rumor del agua corriendo entre los paredones calizos, o
quizá un manantial junto al grupo de chopos que poblaban un saliente del
cortado. Decidí volver al coche y, al girarme, vi que este se movía,
aproximándose, me sobrepasaba y desaparecía tragado por el límite de la meseta.
No me inquietó ya que en su interior iban varias personas, muchas personas
diría, en animada conversación y con los rostros sonrientes. Sin embargo, por
curiosidad, regresé al filo. Había un camino, una especie de cañada,
prolongación quizá de la carretera, que descendía trazando curvas
inverosímiles, cerradas y contraperaltadas. El Chrysler se había despeñado,
nadie podía conducir con éxito por aquella trocha, quedando volcado, cabeza abajo, en la pequeña explanada contigua a la chopera. Esperé unos instantes
antes de tomar una decisión y, de repente, empezaron a salir, de manera rápida
pero ordenada, a través de las ventanillas, en dirección a la fuente, los
risueños ocupantes. Pese a la distancia y a la poca luz me di cuenta de quiénes
eran esas personas; se trataba de los componentes del Club de Lectura en el que
yo había participado esa misma tarde. Faltaban algunos. Los que estarían
atrapados en el amasijo de hierros retorcidos en que ahora, de improviso, se
había convertido el automóvil. Entre los ausentes, mi amigo Esteban, carpintero
regional, y Yolanda Pilmo, a la que adoraba. Por cierto, también faltaba yo, a
mí tampoco se me veía.