viernes, 26 de agosto de 2022

Nuevas carroñadas

 

Nuevas carroñadas 

 

Este es un informe, en cuatro capítulos no ordenados cronológicamente, que quiere ser balance no exhaustivo de las tentativas destinadas a alimentar en el monte a las aves necrófagas y, en general, a toda la fauna salvaje carroñera; tentativas alejadas de las grandes carroñadas, de los monumentales vertidos con despojos procedentes de mataderos que fueron prohibidos tras la histeria higienista, epítome del episodio de las vacas locas, histeria que también causó la clausura de los muladares, con el consiguiente desbarajuste vital de la mayoría de especies, incluso de las depredadoras por antonomasia y que, como todas, en mayor o menor medida, y por razones de ahorro energético, consumen carne muerta.    


1.- El documento se titula “Pruebas con gallinas en corona junto al río Gas”. Consta de 24 folios escritos a mano y se guarda en una carpeta amarilla. Abarca el periodo comprendido entre el 19 de enero y el 23 de marzo de 1991. Trata sobre el vertido y diseminación de gallinas muertas en una corona (nombre local de las mesetas de no gran extensión) cercana a la Huerta de El Manazas, en el término municipal de Jaca. La finalidad del trabajo es conocer el comportamiento trófico de las aves necrófagas ante un número abundante de gallinas muertas tiradas en un lugar no habitual. Se realizan cinco descargues. Espaciados. En total 259 unidades. La carpeta ha aparecido, junto a otras muchas relacionadas con la ornitología, dentro del cajón inferior de una de las viejas cómodas de la vivienda desocupada que utilizo como almacén. Toda una sorpresa. No recordaba la existencia de la carpeta, ni siquiera la actividad a la que hace referencia el estudio. Un estudio realizado hace 29 años y que, dada mi actual edad, no permite una proyección a futuro de igual magnitud. Resulta evidente que en ese futuro no podré sorprenderme. Pero quizá haya alguien que sí se sorprenda. Alguien de mi sangre que aún no ha visto la luz.   


2.- En mayo de 2018 traslado temporalmente mi residencia al hotel Muerte y Occipucio. Se trata de un establecimiento familiar, situado en la falda del monte Caspolino, en el que dispongo de una amplia suite, casi un apartamento. En los veranos, siempre incómodos, el hotel sufre una drástica transformación al dividirse en dos secciones, una, llamada Supremacistas, destinada a vascos y catalanes, y otra, llamada Maquetos y Charnegos, destinada a habitantes de las otras regiones españolas. En ese periodo, desayuno, como y ceno en mi suite, y las salidas al exterior las realizo a través de un pasillo, un pasadizo de cuando el hotel era una casa palacio fortificada, y que lleva directamente al garaje. Es Tilde, la gobernanta, quien, en exclusiva, se encarga de mis cuidados; limpia, hace la cama y sirve la mesa, situada junto al gran ventanal que da al norte, a las Praderías de Juan el Guarnicionero, en las que abundan las aves córvidas y algún busardo euroasiático (Buteo buteo). Ella, Tilde, siguiendo mis indicaciones, recoge de la cocina diversos restos cárnicos que disemina por las praderías para el consumo de urracas (Pica pica), cornejas (Corvus corone), cuervos (Corvus corax), milanos reales (Milvus milvus) y buitres leonados (Gyps fulvus), y hacer así más interesantes mis observaciones ornitológicas desde la terraza. Ayer descubrí que, en un descuido del cocinero, se echaron, mezclados con restos de pollo al ajillo, unos macarrones hervidos, y cuál sería mi sorpresa al ver que eran devorados con fruición por una familia de cornejas compuesta por dos adultos y dos jóvenes del año. Desgraciadamente, el mecánico que pone a punto el motor de mi silla de ruedas ha anunciado su visita a la misma hora en que echarán de nuevo macarrones, lo que no me permitirá hoy comprobar si ese hábito trófico se ha consolidado. 


3.- Tirar, esparcir, arrojar las sobras de la comida doméstica desde mi terraza a la calle o al tejadillo de una caseta del huerto de las monjas benedictinas aledañas a mi vivienda, es una de las rutinas más agradables. Rutina que a veces se rompe al arrojar excesivo volumen de restos, como aquella vez que tiré por la ventana el contenido de la olla a presión, un guiso fallido, con la mala pata de que en aquel momento una vecina del piso inferior asomó la cabeza y parte del tronco; aún resuenan en mi cerebro los gritos, los insultos, tipo ‘guarro’, que profirió. Decidí entonces dejar ese tipo de residencias, de casas de pisos, y mudarme al extrarradio donde, en el chalé que me alquiló un jardinero, disponía de unas lomas desnudas a tiro de piedra en las que podía depositar mis desperdicios domésticos, amén de algunos otros procedentes del bar Cortinas y el burger Remedios. En esas lomas, en las que cuando vine a vivir aquí no había vida, logré recuperar la fauna, hasta el punto de que, cuando tuve que mudarme de nuevo, los milanos y los córvidos eran huéspedes habituales (tuve que mudarme por las denuncias reiteradas de una asociación de propietarios de perros que me acusaban de sacrificar algunos, mediante aplastamiento craneal, para llevármelos al prepirineo y así alimentar “alimañas”, precisaron).

 

4.- Con los años el concepto de muladar tradicional, estático, mutó al de muladar itinerante,  al lanzamiento desde el coche en marcha de todo tipo de materia orgánica susceptible de ser aprovechada por aves carroñeras. Hubo tiempos de constante itinerancia, obligada por mis cambios de domicilio, acuciado por acreedores y estafados, hasta que al final, instalado definitivamente, aburguesado y feliz, en el amplio conjunto de fincas de mi propiedad, puedo realizar los descargues, de carne de primera, a bordo de un lujoso todo terreno. Pero la vida del ornitólogo de campo parece que nunca consigue ser una vida de color de rosa, voy a contar cómo acabó todo, cómo acabó la vida de Ferrer Lerín, individuo quizá demasiado confiado, rozando la condición de panoli. En Burgos, en la Big Bolera, conocí a Telma Brihuega Bienservida, y muy pronto quedé prendado de sus encantos. Vino a vivir a casa, en la finca La Habichuela, núcleo del conjunto patrimonial, convencido, como estaba, de que ella me quería y de que todo lo que me rodeaba, naturaleza salvaje, muladares rebosantes de piltrafas, buitres agradecidos, iba también a ser objeto de su devoción. Pero me equivoqué. Al principio disimuló. Pero el ocho de agosto del pasado año, a media tarde, viendo juntos en la tele un programa de marionetas, se levantó del sofá, encendió un cigarrillo Pall Mall y dijo que estaba harta, que ella o la carroña, que yo debía elegir, que debía hacerlo ya, que no aguantaba ni un minuto más en esa hacienda (me sorprendió el término “hacienda”). Siempre tengo a mano una orza repleta de ofidios venenosos, me puse un guante anticorte ambidiestro, extraje un manojo de víboras hocicudas (Vipera latastei) y se las arrojé a la vulva, que andaba entreabierta. Llamé con la campanilla a mi fiel Julián Mamarras, la desnudamos, quemamos su ropa y sus cosas, y llevamos el cuerpo (me di cuenta entonces que a luz del sol no resultaba tan maravillosa) al muladar de Peña Negra, situado frente al ventanal de la biblioteca. Estaba oscureciendo, los buitres ya no vuelan a esas horas, pero la mañana siguiente, después de la ducha y el desayuno (Cola Cao 0% azúcares añadidos, leche desnatada de Central Lechera Asturiana, Corn Flakes de Kellogg y una torta de Inés Rosales), me instalé en el gran sillón orejero frente al ventanal y esperé a que el sol calentara, a que se formaran térmicas para que las grandes aves necrófagas volaran sin dificultad. Bajaron unos doscientos buitres leonados, tres alimoches (Neophron percnopterus) y algún que otro milano real. Julián Mamarras me preguntó si retiraba los huesos, y ahí me equivoqué no haciéndole caso, yo esperaba, ingenuo, que algún quebrantahuesos (Gypaetus barbatus), especie ausente de la zona desde mediados de los sesenta, apareciera atraído por la osamenta descoyuntada... pero al atardecer fue una pareja de la guardia civil, de ronda por la zona a la captura de furtivos, quien encontró los restos.        


Francisco Ferrer Lerín, Torredonjimeno, mayo 2022    


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Texto publicado en el suplemento "La Lectura" del diario El Mundo. 26.08.22.

  





domingo, 14 de agosto de 2022

Entrevista de Antón Castro. Verano 2022.


Entrevista de Antón Castro a Ferrer Lerín. Verano de 2022. Una versión reducida se publica en el diario Heraldo de Aragón el domingo 14 de agosto de 2022.

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-En alusión al libro de Santiago Ramón y Cajal, ¿Cómo se ve la vida a los 80 años?

Los 80 años” no es un estado de placer ni siquiera una atalaya para contemplar la vida, para mí es, solamente, el final dificultoso y agrio de nuestro paso por la tierra. Carece incluso de la consideración de etapa, no tiene un después.

-Como él, usted también quiso ser médico. ¿Qué le llevó a dejarlo?

Nunca quise ser médico. Simplemente mi padre lo era y me gustaban las ciencias naturales, por lo que se dio por hecho que esa era la carrera que debía cursar; al concluir tercero la abandoné aunque hubo un breve intento de reenganche. Recuerdo que en la Facultad, en clase, escribía poemas en inglés, en un macarrónico inglés, y luego, cuando inicié Filosofía y Letras, dibujaba cortes anatómicos, siempre intentando epatar a mis condiscípulos, todo en la línea pedante característica de un adolescente barcelonés.

-¿Qué te llamó la atención de los animales, especialmente de las aves carroñeras?

Mi aproximación a la naturaleza tuvo lugar a través de las ilustraciones de los gruesos tratados alemanes sobre herpetología de la biblioteca de mi abuelo paterno, también médico, y de los largos veraneos en una población hoy cercana a la ciudad de Barcelona, entonces vista como muy alejada, y llamada, también entonces, Sardañola. Los anfibios y los reptiles como criaturas manejables constituían mi centro de atención; un carpintero construyó un terrario, lo instalaron en el jardín y allí pasaba horas contemplando a esa entrañable pequeña fauna. Mi despertar a la ornitología llegó mucho más tarde, ya en la década de los sesenta, cuando supe que todavía sobrevolaban nuestras cabezas unas estructuras de más de dos metros y medio de envergadura a la búsqueda de cadáveres. El descubrimiento me convirtió en abanderado de la protección de buitres leonados, buitres negros, alimoches y quebrantahuesos, amenazados por la mecanización del campo, que los dejaba sin fuentes alimenticias al desaparecer las bestias de tiro y verse con malos ojos el vertido de otras reses en los muladares.

-A menudo, con su mujer Concha y amigos, suele hacer una ‘carroñada’. ¿En qué consiste y cuál sería su encanto?

Carroñada” es un término que acuñé en esos años de inicio del conservacionismo. En síntesis hace referencia al aporte de restos cárnicos para el alimento, y la subsiguiente observación, de la fauna necrófaga salvaje. Se elige un lugar solitario y despejado del monte y allí se echan los restos, a la espera de la llegada de las aves. La carroñada dispone de dos elementos que la hacen incomparable, el primero la aparición en medio del cielo vacío, antes del vertido de los despojos, de numerosos puntos que se agrandan a gran velocidad hasta convertirse en enormes criaturas hambrientas que descienden remedando el aterrizaje de pesados aviones y, el segundo elemento, el proceso de desaparición de la carne muerta, la absorción por la naturaleza, mediante la labor de sujetos especializados, de cantidades, que pueden ser ingentes, de vísceras, músculos, grasa, e incluso partes menos blandas, de las reses muertas y, en general, de cualquier resto procedente de carnicerías y mataderos.

-Lleva más de medio siglo en Jaca. ¿Qué le ha dado la ciudad y su entorno?

Cuando llegué a Jaca en 1968 para trabajar como becario en el Centro Pirenaico de Biología Experimental, con el encargo de confeccionar la primera lista patrón de aves pirenaicas, me encontré con un paraíso, una ciudad hecha a mi medida, desprovista de las incomodidades, físicas e ideológicas, que ya apuntaban en mi ciudad natal, Barcelona, y con un entorno que, para un naturalista, resultaba incomparable.

-Insisto un poco más: ¿cómo definiría los bosques, las aves, los animales, qué tipo de emociones y aventuras le han dado?

La Naturaleza produce, en cualquier individuo sensible, un caudal importante de emociones. Aunque quizá ese caudal sea superior si el individuo tiene raíces urbanas, si tiene el campo, su flora, su fauna, en el horizonte de sus objetivos nostálgicos, en la necesidad de recuperar un pasado que desde la ciudad se imagina virginal y venturoso. Mi caso, sin embargo, no es el del diletante, ejerzo, desde la infancia, el papel no impostado de científico, de clasificador, de observador, de estudioso de los detalles que quizá para otros pasen desapercibidos y que me aleja de la visión adánica del paseante que aunque culto, no puede dejar de sentirse arrobado por el grado de belleza elemental que percibe a su alrededor. Soy más un filatélico que un flaneur.

-¿Qué ha dejado de darle, en qué medida cree que ha cambiado para usted la naturaleza?

Durante 33 años dejé de escribir literatura y, en ese accidente, buena parte de la responsabilidad pudo atribuirse a mi dedicación al estudio de la naturaleza, al diseño de estrategias para su protección. En este instante reconozco cierto debilitamiento en la recepción de los impulsos que proporciona el ecosistema pirenaico, quizá la mengua alarmante de la avifauna por el cambio de estrategia productiva, por el paso de la ganadería y la agricultura al turismo de masas, tenga algo que ver.

-En una repisa o alféizar de su balcón, recibe a los pájaros y les da de comer. ¿Qué piensa o qué siente mientras los ve, qué relación han establecido?

Las aves son seres interesados, igual que los humanos. Acuden a mi terraza a comer, no a mitigar mi soledad; otra cosa es que su acercamiento beneficie a ambas partes, es una relación mercantil.

-Cuando mira hacia atrás, hacia Barcelona, sus viajes, sus años de formación, ¿cómo ve esa época de jugador de póquer, a veces rival del escritor Félix de Azúa?

El póquer estuvo íntimamente ligado a la imagen del estudiante universitario. En aquel tiempo no se entendía la Universidad sin un componente de crápula, y junto a un agotador rosario de peripecias sexuales se simultaneaba la asistencia a clase con las partidas de póquer, por ejemplo en el bar Josefa, cerrado al público por las mañanas pero en el que, por la extraña amistad de alguno de nosotros con el camarero, al que le faltaban ambas orejas, se nos permitía organizar timbas casi a diario. Quizá en ese antro tuve ocasión de jugar con algunos genios en ciernes de la literatura, que no del manejo de los naipes, como Félix de Azúa y Leopoldo María Panero.

-Como escritor, ¿se ha sentido un solitario en Jaca, un incomprendido, un ‘outsider’?

Hasta la publicación de la novela Níquel, en 2005, nadie sospechó en Jaca que fuera, y sobre todo que hubiera sido, escritor. La verdad es que nunca lo revelé, prefiriendo que se me asimilara a la carroña, incluso que se me nombrara con el mote de El Buitre. El editor, zaragozano, quiso que Níquel se presentara en Jaca, y el multitudinario acto en el Salón de Ciento supuso el inicio de mi catalogación como escritor, etiqueta que llevo bien y que he de decir que me produce satisfacciones, en especial cuando el periódico local, El Pirineo Aragonés, comenta generosamente mi obra.

-¿Qué significa para usted escribir en un blog como ‘El Boomeran (g)’?

Mantengo, desde 2008, un blog personal, y utilizo cuatro modelos de facebook para la información general, las Acciones, las reseñas y el Arte Casual. En 2015 fui invitado a publicar periódicamente en El Boomeran(g), un blog creado por El País, que luego pasó a manos de la Fundación Santillana y ahora a la Fundación Formentor. Es un blog colectivo, en el que varios autores escriben sobre materias más o menos ligadas a la literatura. Sin duda alguna constituye un honor estar ahí.

-¿Qué es exactamente Paco Ferrer Lerín: un poeta, un narrador, un creador de vocablos o un fabulador puro e irreductible, más allá de los géneros?

Me gusta definirme como escritor, englobando en el término los apartados de poeta y narrador, y, secundariamente, definirme también como filólogo. Las palabras suponen, pues, el material de construcción, primigenio e indiscutible, con el que cuento y al que venero dedicándole buena parte de mi tiempo profesional y social.

-¿En qué medida es un extravagante requerido y venerado por los editores y algunos doctorandos?

Siento dar esa impresión. La extravagancia es una actitud buscada, forzada por individuos que quieren destacar, separarse de los demás actuando de modo chocante. Quizá, y abusando del erróneo concepto de que todos somos iguales, alguien pueda creer que mis rasgos y comportamientos se apartan, de modo intencionado, de los rasgos y comportamiento de los demás, pero la diferencia entre humanos siempre existe, con mayor o menor claridad, con matices más evidentes entre algunos.

-A menudo cita a Borges como su maestro. ¿A los 80 años se siguen teniendo maestros o referentes?

Los maestros tienen su propio anaquel aunque a veces el polvo hace mella al no ser consultados, y por ende soplados, con la frecuencia con la que se consulta a autores menores pero inmersos en la contemporaneidad. De todas formas, con el paso de los años, el reconocimiento de la maestría de Borges y otros grandes, queda incorporada de tal modo a los pliegues de nuestro cerebro que no necesitamos abrir sus libros, ni siquiera necesitamos pensar sus enseñanzas, ya forman parte de nosotros mismos.

-¿Tiene algo de especial el verano para usted?

El verano es la peor de las estaciones. La fealdad humana, corporal y moral, se pone en valor acompañada por pachangueras musiquillas y deplorables gastronomías regionales. Quizá se esté a tiempo de reaccionar y se comprenda que el dinero empleado en realizar viajes, esa actividad nefasta en la que se paga por pasarlo mal, podría emplearse en climatizar los domicilios, en prepararse para lo que se nos viene encima, esa mortífera temperatura en torno a los 50 grados a la sombra que los meteorólogos rigurosos nos anuncian que se alcanzará a corto plazo .


sábado, 13 de agosto de 2022

Lectores de Ferrer Lerín 94

 EL MONSTRUO DEL CANAL IMPERIAL

Mi bisabuelo, mi abuelo y mi padre lo contaban a la menor ocasión: en el Canal Imperial de Aragón, entre Garrapinillos y Pinseque se desliza un monstruo acuático. Decían que debía ser muy longevo, tal vez más que centenario, y que había pasado de la balsa Larralde al Canal, no se sabe bien si siguiendo el circuito de las acequias y burlando las tajaderas o si lo hizo campo a través en un tiempo de feroces lluvias.

Para todos tenía matices distintos y quizá complementarios. Para mi bisabuelo se parecía mucho a la raya marina, y era gigante, de hasta dos o tres metros de largo y ancho, y más bien informe, más cuadrangular que rectangular. Sobre la cabeza, tenía dos o tres crestas un tanto verdosas. Para mi abuelo, no era tan grande, tenía ojos saltones, extremidades nítidas, las delanteras parecían como manos de boxeador y las traseras eran minúsculas, como de una auténtica sargantana. También fue mi abuelo quien contó que se alimentaba de todo: de patos, pájaros y pequeños peces, especialmente anguilas, truchas y barbos.

Mi padre, que heredó el trabajo de sus antepasados, no era partidario de creer en la existencia del monstruo del Canal Imperial. De hecho, se trasladó a Pina de Ebro para hablar con Javier Blasco, un experto en los misterios de la flora y fauna de la ribera del Ebro. Y él no se atrevió a decir que aquello era una leyenda alimentada por la imaginación de los hombres a la luz de otros prodigios, tanto en el pantano de Arguis como en el lago Barasona o en el mismo río Ebro a su paso por Utebo. “Recuerde que allí habían visto al barbo: grandioso, maloliente, feliz en las aguas, y dejaba un hilillo de sangre a su paso. Y luego ya ve lo que era: un tronco que se encontró la corriente y que parecía un pez que supuraba heces. O lo que fueran”, le dijo Javier Blasco.

Mi padre no se conformó con ello. Consultó con otros especialistas en prodigios y bestiarios. La lista es incompleta pero habló con Severino Pallaruelo, Eduardo Viñuales, Chema Lera, Ángel Gari, José Miguel Navarro, y alguno más, hasta con María Tausiet, experta en brujería. El que pareció convencerlo del todo fue el poeta y ornitólogo Francisco Ferrer Lerín, que no solo le explicó cómo era el pez, si se parecía a la raya o al rodaballo, si era perniciosa o benigna, sino que le hizo su genealogía completa: era un monstruo invasor, sin duda, que se había curtido en lagos y lagunas, primero; luego en ríos como el Matarraña, donde disfrutaba mucho viendo bañarse, en pelota picada, a algunas mujeres a la luz de la luna, y finalmente decidió instalarse en el Canal Imperial por puro amor a las luces tan matizadas del atardecer y por su pasión por el ruido de los aviones.

Mi padre no lo dudó entonces. Y llegó a comprar hasta seis móviles distintos para atrapar al animal. Fue el primero que lo vio, de veras, con sus acompasados movimientos, desplazarse sobre la corriente, refugiarse bajo las raíces en los días de insoportable calor, muy cerca del llamado Puente de Garrapinillos, al lado de una chopera recogida donde siempre cantan los gorriones, las golondrinas y los mirlos. Y fue él, mi proprio padre, Rufino Ramírez, quien lo vio muerto cerca de la orilla de juncos, varado. Le dije: “Padre. Esto es cualquier cosa menos un monstruo marino”. “Hijo mío, por favor, míralo bien: no había visto cosa igual. La osamenta, tan bien delineada, la cresta gallinácea, la piel que aún revela las venas, y ese aspecto monstruoso que hace pensar en un rorcual más que en un rodaballo o en una raya. ¡Míralo, bien!”.

Lo hice. Y me pareció el resto nauseabundo de un montón de hierbas podridas y encadenadas en una figura espectral. Me callé la boca, le tomé fotos y, tal como me pidió mi padre, lo mandé al periódico con el deseo de que ellos también piensen que, por fin, estamos ante el monstruo del Canal Imperial de Aragón.


Antón Castro


Heraldo de Aragón, 13.08.22




martes, 2 de agosto de 2022

Dos historias naturales

Son dos historias que corren paralelas. La primera carece de maldad, es la historia de un gran amor, puro, aunque de gran inconsciencia. Es la historia de la fiscal de distrito Tercia Longinos de Bravomurillo y de su huésped o residente, el vencejo pálido (Apus pallidus) llamado Domingo. La segunda nace del ejercicio de la constancia, de la búsqueda pertinaz, del descubrimiento de una nueva pasión y de la asunción de la realidad.


Tercia Longinos vive en Jerez de la Frontera, pared por medio con el colegio de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, un edificio que alberga en el desván una colonia de vencejos pálidos, colonia sometida a los rigores del calor estival y al peligro de que algún joven vencejo, sediento y acalorado, se lance al aire sin estar aún capacitado. Tercia recoge de la acera a una de esa criaturas y en un arrebato maternal la coloca entre sus pechos, llega a casa y decide cuidarla hasta que pueda otorgarle la libertad. En abril, Domingo toma el vuelo, conquista el aire y Tercia aparece, en la fotografía del médico de atención primaria, con el torso lacerado por las parásitos domingueros, envalentonados y multiplicados por lo mullido del soporte.


En el volumen misceláneo Papur (Días Contados, 2022) se recoge la segunda historia, de hecho, en un principio, no es más que el relato de la adquisición de dos libros, aunque luego, dicha adquisición, permitirá al protagonista iniciarse en los secretos del microbestialismo.


El invierno barcelonés de 1963 fue pródigo en aventuras. Por ejemplo, cierta librería de viejo de la calle de Aribau consiguió, en violenta puja, la sección francesa de la biblioteca del Barón de xxx recientemente fallecido. No hubo publicidad pero en los cenáculos literarios la noticia corrió como la pólvora. Recuerdo cuando acompañado por Pedro Gimferrer entramos aquella tarde en el destartalado local. Qué gentío. Algo absolutamente inhabitual. Apretujados y presurosos revolvíamos entre los montones de libros en rústica (los únicos al alcance de nuestras posibilidades económicas) mientras no nos atrevíamos a mirar al rincón en el que reposaban las piezas de mayor valor espléndidamente encuadernadas. A mi lado, hombro con hombro, un educado connaisseur –nada menos que Lorenzo Gomis- apartaba y extraía de la confusa pila los volúmenes que despertaban su curiosidad y de repente, supongo que al haber oído los comentarios que yo le dirigía a Pedro, se volvió hacia mí, para decirme con gran serenidad y simpatía: “si no conoces bien a Lautréamont este librito te será muy útil”.


Aquella noche, en el silencio de mi cuarto, me dispuse a disfrutar de su lectura. Era un pequeño volumen de forma cuadrada titulado Lautréamont, el número seis de la colección Poètes d’aujourd’hui, publicado por Pierre Seghers en 1960. El breve estudio, la selección, las notas y la bibliografía estaban a cargo de Philippe Soupault. El ejemplar estaba en buen estado y formando parte del rito, antes de proceder a hojearlo, le di un repaso olfativo que demostró su pertenencia al grupo libros-en-rústica-franceses y, también, un repaso exterior táctil que, curiosamente, reveló un ligerísimo abultamiento en la zona central contigua al lomo. Lo abrí, y descubrí, entre las páginas 52 y 53 una hojita de papel de fumar doblada dos veces. A lápiz alguien había escrito “Montjuich José Corti invierno 1973”. Faltaban pues 10 años para poder acudir a la cita.


Compré Les Oeuvres Complètes del Comte de Lautréamont en la edición de José Corti y en su propia librería, en el 11 rue de Médicis de París, el 30 de junio de 1973; acababan de publicarse. A partir del 21 de diciembre y hasta el 31 del mismo mes me dispuse a recorrer todos los días la solitaria montaña de Montjuich con el libro bajo el brazo. Así lo hice, sin ninguna consecuencia, hasta la última jornada, una mañana radiante y casi calurosa en la que, sentado al sol en un banco de piedra, pude contemplar como, entre la rocalla de un devastado parterre, emergía lentamente primero la cabeza y luego todo el cuerpo de un macho de lagartija ibérica –Lacerta hispanica- que parecía reclamarme. Estuvo conmigo en casa durante todo el invierno. Preparé un terrario de generosas dimensiones aunque a medida que transcurrían las semanas ambos comprendimos que no necesitaba un espacio propio y sí, en cambio, mi compañía más íntima. Alimentado en mis labios, con fruta y chocolate masticados, fue al llegar la primavera, al tomar juntos el sol en la terraza, cuando sobre mi cuerpo desnudo comenzó a describir itinerarios cada vez más rigurosos. Mas el calor de fin de mayo debió de despertar sus ansias de libertad e introdujo, en nuestra relación, pautas demasiado agresivas; señal que pronto interpreté y que me llevó a liberarlo en el mismo lugar y a la misma hora en que se produjo nuestro primer encuentro. ¡Qué momento! Yo era ya un hombre cambiado, con un rostro igual al que Salvador Dalí creó para Isidore en su retrato imaginario de 1937.