sábado, 30 de enero de 2021
lunes, 18 de enero de 2021
Viejo circus
Mentía sin necesidad o tal vez necesariamente. Le obligaba su oficio a ello y purgaba el pecado sumiéndose en lo que odiaba. Así al preguntarle: “¿Dicen que dices lo que no piensas?”; él respondía: “Simplemente porque les amo”.
En primavera, tras las fuertes llovidas propias, encontré a la caravana descansando en las orillas del Nhei. La mayoría remendaba la lona y un grupo, quizá escogido, comía en silencio. Allí estaba Beón, sentado de espaldas al río. Su hijo —o copia de él— me miraba insistentemente.
– No sabía que estuviera contigo.
– ¿Dónde iba a dejarlo? Y además aquí aprende.
Luego, en la meseta que dominaba el campamento, hallé la ocasión de disculparme. Él me observaba tranquilo, con las manos grandes que mi padre besaba, cruzadas sobre el regazo y la boca predispuesta a la ironía. Miré ahora el valle: me estaba preparando para escuchar la confesión de aquel hombre y el surco que marcaba el río traíame imágenes calientes, falsas en la mayoría de veces. Hundí las manos en el musgo, apoyé la cara —sólo un instante— sobre la roca y rápido me volví en dirección a su rostro, que se inundaba entonces de una luz muerta.
– Bartak —dijo inseguramente—, estamos casi en la cima del mundo y no conocemos la historia de nuestras vidas. Mi historia desordenada, revivida constantemente en cada función nocturna; mi historia familiar, de antigua grey; mis noches ciegas, sin el reposo de una verdadera satisfacción. Busco el porqué de tantos actos estúpidos y sólo encuentro el sonido de una vara de mimbre. Contemplo a mi hijo y me pregunto qué me movió a crearlo. Veo sus inclinaciones, que son las mías, empujándolo al atolondramiento y a la vanidad y temo que no lo sane ni la tranquilidad de estos lugares.
Cogí un extraño animal y lo levanté por encima de nuestras cabezas. El acto me permitió clavar las uñas en la blanca piel del payaso. No brotó sangre y él no notó la maniobra.
– Esperas interminables —prosiguió— me obligaban a buscar distracciones nuevas: me divertía contando las luces de la pista, reía al descubrir inesperadas polvaredas grises tras los cascos de los caballos y aguzaba ridículamente mis sentidos con la esperanza de sentir en mi carne los cuchillos que se clavaban cerca de la mujer rubia. Así, en una larga espera, con la desesperación del que se siente habitualmente postergado probé, introduciendo mis dedos, la viscosidad tranquila de la miel. Apuré, sin saber prácticamente lo que hacía, el frasco, y salí a la pista con el cuerpo barnizado interiormente de aquella nueva materia dulce y peligrosa. El fracaso de aquella noche transcurrió rápido. Imaginaba el regreso a mi camerino y la posibilidad de ingerir sin prisa otro bote del nuevo descubrimiento. Era el nacimiento del vicio más extraordinario de toda mi existencia. La miel me gustaba apasionadamente. Su corporeidad crujiente y densa, su sabor picante bajo la apariencia dulce me transformaban, y sobre todo evadían a mi cansada mente de la monotonía diaria. Durante un maravilloso año, mi vida corrió tranquila bajo los efectos de la droga, hasta que una noche, en que debía representar un papel algo más largo que lo acostumbrado, mi cuerpo entró de improviso…
No permití al mentiroso clown proseguir su relato. Era inútil intentar penetrar en su vida. Primero, anunciaba enfáticamente que ello no era posible por mi incapacidad, quizá de análisis o quizá de juicio y luego, apañaba una historia para distraer mi atención. Su mismo hijo, apoyaba con sus muecas y aspavientos la certidumbre que yo ya poseía. Beón intentaba engañarme de nuevo. Era infinita la relación en que se citaban nuestros fallidos encuentros. Pero ahora no sería así. Aproveché una natural distracción de todo padre: miraba, mientras describía la historia, a su hijo y dejaba resbalar su mano derecha por la frente de la inhóspita criatura. Di un salto —y un grito también— y me abalancé sobre él. Mi peso, mi corpulencia, mi fuerza y el hábito en mi raza a estos actos acabaron rápidamente con su vida. Hinqué mis colmillos en el cuello fino, débil y frío y, horrorizado paladeé, en lugar de la sangre habitual, una pastosa y dulce crema: algo blando y amarillento que rellenaba la maquillada piel. Mi sorpresa envalentonó a la cría y prodigiosamente comprobé que su tamaño real no era el que aparentaba. Debía de haber estado doblada toda la velada y de sus brazos surgieron hierros que abrieron mi carne chamuscando mi largo pelo y quebrando mi lomo. Quizá de las montañas llegaran hermanos vengando la afrenta porque mis últimos aullidos parecían tener eco en la penumbra dolorosa de aquel 23 de Mayo.
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Ferrer Lerín (1964)
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Cónsul
Ediciones Península
Barcelona, 1987