THE HOUSE
by Francisco Ferrer Lerín
I returned on the thirtieth year of my death. The house, old, without that coat of paint we were never able to give it, the books entombed in dust, the furniture devoured by woodworms. Not one vestige of my things. My wife buried far away in the dry, yellow south. My two children, whom I loved so much, irremissibly erased with no clue so as to what could have happened to them. I climb and descend stairs, I take the elevator, I scour the immense garage, I go up and down the sidewalk, but I don't know anyone, there is no one left from those days. And I can't question those strangers, because they don't hear me, nor, perhaps, do they see me. I should not have come back.
Translated from the Spanish by Arturo Mantecón
lunes, 30 de junio de 2014
domingo, 22 de junio de 2014
jueves, 12 de junio de 2014
Voluble
Conocí a Vera Istán Vozlatino en la bolera de la calle
setenta y dos. Vestía chándal color frambuesa, gorra del Sleeper Club y
deportivas Julián Mamerto cinco estrellas. Nos caímos bien. La segunda noche,
aparcados en el callejón del Viento, cercano a su domicilio, le confesé que la
amaba, y ella sacó la multiusos y segmentó mi miembro en un abrir y cerrar de
ojos. Pasaron años, iba ya por la octava operación y empezaba a desesperar; las
cicatrices seguían escupiendo pus y sólo reteniendo la orina durante dos
semanas conseguía una erección satisfactoria. Salía de la clínica Altea, y ella estaba allí, en la acera, acompañando a un hombre que pudo ser mayor y que
ahora era un despojo tirado sobre una silla de ruedas. Me abrazó. Se mostraba
arrepentida. Con un gesto rápido, nervioso, típico en ella, se apartó, soltó el
freno de la silla de ruedas, la empujó para que rodara calle abajo, abrió el
bolso, y me entregó un tarro de pegamento Larios. “Lo pega todo”, dijo,
divertida, casi alborozada, mientras se colgaba de mi brazo derecho e
iniciábamos la búsqueda de una buena trattoría. Le encanta la comida italiana.
miércoles, 4 de junio de 2014
Comiaces.
Existe (o existía) un vasto lugar, un territorio abrupto e
inaccesible, en el oeste de la provincia de Salamanca, al norte aproximado de
Ciudad Rodrigo, que hoy aparece, en mapas y planos, como un despoblado, como un espacio en blanco a
salvo de símbolos que indiquen algún modo de intervención humana. En 1962, un
grupo de investigadores alemanes lo recorre. Habían entrevistado en un hospital
de Sigmaringen al último oriundo vivo de Comiaces, una aldea ya entonces
borrada de los catastros, y que según J. H. H., era la capital de lo que hoy
denominaríamos una comarca o subcomarca. Este hombre, arrastrado por el flujo
migratorio, llega a Alemania a mediados de los
cincuenta y lleva hasta su muerte –a los sesenta y cinco años, a los
pocos días en que es descubierto para la ciencia- una vida placentera:
residente en las cloacas, nutrido de miasmas, sin la necesidad de hablar con
nadie (parece estar más cerca del dominio infuso de la lengua alemana que del
recuerdo de la lengua española que sólo balbucea incorporando, eso sí, elegantes alaridos y elocuentes gestos). Tratado por un equipo de psicólogos y
antropólogos de la universidad de Stuttgart, se logra fijar el punto exacto de
procedencia y precisar algunos datos biográficos pese a la obstrucción manifiesta del consulado español que sólo
quiere su urgente repatriación para su internamiento en un manicomio. Dado el
cariz de las revelaciones, se organiza un viaje con el pretexto, ante las
autoridades españolas, de acompañar el cadáver hasta su enterramiento en la
aldea. No vamos a describir las peripecias de la prospección sino los
resultados. Antes de ser embalsamado se le practica la autopsia confirmándose
la naturaleza ósea de la protuberancia situada en la nuca. En las ruinas de
Comiaces –así como en las de otros cinco núcleos de población próximos-, en los
desvanes de lo que pudieron ser viviendas, hallan varios objetos de madera
toscamente tallada que invocan a tamaño natural la naturaleza de un cordero con
dos cabezas de diferentes dimensiones siendo, una de ellas, no siempre la
mayor, de apariencia humana. En la ladera de un cerro, que equidista de los
poblachos, encuentran el gran corral donde, según J.H.H., se encerraba a las
criaturas mixtas que sobrevivían al parto y que eran visitadas alternativamente
por las mujeres –¿sólo sus madres?- para alimentarlas, y por los hombres para
satisfacer su apetito venéreo. Sin mucho esfuerzo se sacan de la paja y el
estiércol varios esqueletos, todos bicéfalos, presentando el mismo abanico de
posibilidades que presentaban las esculturas: la cabeza humana y la de aspecto
ovino alternan en su desarrollo, pero siempre situadas una detrás de otra.
Incluso hallan algo de piel adherida a los huesos de las piernas, una especie
de lana que les conferiría porte de oveja, acentuado por la postura cuadrúpeda;
vencido el cuerpo por el peso de las testas haría incómoda la marcha bípeda. En
1980 se publica un trabajo en Francia, sin resonancia académica alguna, acerca
de las oleadas de singularidad morfológica en humanos: se citan los casos de
anancefalia en los Pirineos y de bicefalia en el oriente portugués; siempre en
espacios de tiempo superiores al año e inferiores a los diez y sin aparente periodicidad.
Para Portugal 1896-1904, 1920-1922, 1931-1932, 1939-1946, y para los Pirineos
1828-1837, 1900-1902, 1910-1915. Afectan, dentro de esos espacios, al 50% de
los nacimientos, aunque, en su mayoría, el grado de desarrollo de la
malformación es bajo, dependiendo, la esperanza de vida, de ese grado de
desarrollo: los bicéfalos perfectos no alcanzan nunca los 12 años, teniendo en
cuenta que sólo el 25% de los concebidos superan el parto.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)