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Me mudé de casa. Me fui a la periferia. Al principio tenía dudas de cómo llegar al centro. Hasta que encontré un buen recorrido. Primero la avenida Fanjul, luego la calle Sobreros,
luego la plaza del Perro, la calle Anselmo Rodríguez y el pasaje de Moniche,
que muere frente a la Seo. Y no tardé en descubrir la asimetría. Un caserón de
la calle Sobreros lucía, en su fachada, dos ventanales que no progresaban
parejos sobre la vertical de la clave del arco. Los primeros días, animado por
el hallazgo del buen recorrido, no le di excesiva importancia. Después, fui
notando una molesta desazón cuando pasaba por delante. Al mes, me di cuenta de
que apretaba el paso para no emplear demasiado tiempo en flanquearlo. Al año, la visión me resultó insoportable y decidí explorar otros
recorridos. Pero todos resultaban incómodos. La
calle Tapón disponía de un excesivo número de indigentes. Las calles Modesta
Lahoz y Pasión de Tupinamba olían, respectivamente, a estiércol y a taller de
manualidades. La bajada de Monjas se ensuciaba a menudo con la cera de las
procesiones. Decidí comprar el edificio. Que estaba inventariado. Fue un mal negocio. No hay nada peor,
entre montañeses, que mostrar interés por las cosas. Hube de vender la casa de la periferia. Ahora
vivo entre las ruinas de la casa de ventanales asimétricos. Voy derribándola
por dentro. Sin licencia. En silencio. Sin que nadie me descubra. Dejo para el
final el derribo de la fachada. De hecho, caerá sola al no contar con el apoyo del resto
del inmueble. Si me obligan a reconstruirla evitaré la asimetría. Nunca hubo
planos. Ni fotografías. Solo existe esta. Que en seguida destruyo.