Ese aire de familia que impregna todo el arte parietal, sea Namibia, sea Argelia o sea el Levante español, esa sospechosa coincidencia, en el trazo, que lleva inquietando desde hace décadas a la comunidad científica, ha merecido, por fin, la atención, eso sí confusa, de los servicios oníricos. Mediante IA, y compuestos químicos de última generación, se ha desenmascarado el fraude, se han confirmado las sospechas de que había alguien, y no precisamente neandertal, tras la ejecución de esas obras de arte. Se trataría de un clan, de una secta, que ha ido recorriendo cuevas, abrigos rocosos, galerías subterráneas, cualquier cavidad pintarrajeada torpemente por humanos prehistóricos, para añadir estilizadas figuras de cazadores y bestias. Nadie, en serio, podía creer que los habitantes de esos enclaves, tamaños energúmenos, tamaños seres primordiales, pudieran estar dotados tan finamente para el dibujo; ahora, será curioso conocer, en deseables nuevas sesiones, cuál es la finalidad del timo. Al despertarme, levantarme, y recorrer el largo pasillo que del dormitorio conduce al cuarto de estudio donde me aguarda el ordenador, hago votos para que no se me escapen, para que no se diluyan las escenas, los matices, de la peripecia soñada de la que he sido protagonista; CEO de una organización que aún no sé si es la que pugna por llegar a la verdad o es la que, con fondos y con métodos de disciplina y omertá que remedan la más severa de las mafias, subvenciona a lo más granado del plantel planetario de artistas murales. Pero en uno u otro campo yo milito. Y hablaré.
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