No es María Isabel “Mabel” Acuña Rodríguez santo de mi devoción. Agresiva, desasosegada, a menudo desafiante, pertenece al grupo de viudas no alegres que se reúnen los jueves en la vieja cafetería Onagro. Ayer, ya de lejos, la divisé. Venía hacia mí. Calibré, midiendo nuestras velocidades, lo que iba a tardar en producirse el encuentro y no vi posible amagar una escaramuza, colarme entre los coche aparcados, meterme en el Callejón del Botocudo o, simplemente, hacer como si no la viera apartándome lateralmente de su línea de progresión dada la amplitud de la acera, incluso reforzando la estratagema sacando el móvil del bolsillo y simulando una llamada. Ya digo, no fue posible, tardé en reaccionar y, además, el ritmo de sus pasos era mayor de lo que yo había calculado. Me miró arrogante, de forma inquisitiva, al tiempo que espetaba (palabra horrible, pero que le conviene a Mabel): “dichosos los ojos... ¿pero sigues viviendo aquí?; alguien comentó que te habías ido definitivamente a Andalucía”. Decidido a cortar el interrogatorio solté el manido: “intento vivir a caballo entre las dos regiones, pero por la distancia, no deja de ser una opción complicada”. Mabel llevaba el brazo derecho caído, rígido, en paralelo al costado, sujetando con las puntas de los dedos un pequeño bolso y, el brazo izquierdo replegado contra el pecho, con la mano a la altura de las solapas del traje chaqueta, como protegiendo un exagerado broche de bisutería, y los dedos, retorciéndose a la manera de un manojo de colas de lagartija, situados, intranquilos, donde comienza el escote. Hice algo que nunca debí hacer, algo en esa línea de cosas que en tiempos eran en mí frecuentes, actos irreflexivos, absurdos, espasmódicos, casi hipercinéticos; lancé mi mano izquierda en dirección a sus dedos nerviosos que, la verdad, resultaban insoportables, para agarrarlos, inmovilizarlos para que dejaran de agitarse de ese modo, de un modo que me incomodaba enormemente. Pero Mabel respondió de modo inesperado, ejecutó con maestría un quiebro rapidísimo. Antes de que mi mano y la suya entrarán en contacto, creyendo quizá que iba a arrebatarle el broche o quizá a manosearle los senos, me arreó un tremendo golpe en los genitales con el pequeño bolso que sujetaba con la mano derecha, bolso cargado, luego se supo, con pedazos de metralla de plomo, de cuando la guerra civil española.
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Brutal
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