lunes, 28 de enero de 2008

Altas montañas

Son dos viejas historias que se solapan. Ambas suceden ante la ventanilla de una estación de ferrocarril de la provincia de Huesca. En la primera una pareja de recién casados de mediana edad saca, de modo peculiar, los billetes para el viaje de novios: él compra sólo el suyo y la novia, a continuación, compra el de ella; no sabemos, aunque algo parece comentar al empleado, si lo solicita contiguo al de su esposo. En la segunda historia, quizá coetánea, una pareja de recién casados de mediana edad se suma a la cola con la intención de sacar billetes para el viaje de novios pero él, cuando le toca el turno, no pide dos sino tres, el tercero para una segunda mujer que custodia las maletas sentada en un banco de madera del andén y que, por acuerdo a tres bandas, había entrado a formar parte del nuevo matrimonio.

Pasados los años tengo ocasión de conocer, durante una prolongada estancia en un rancio hotel pirenaico, a dos descendientes de esas familias: el señor Ernesto, portero de noche, y María Orosia, camarera de habitación. Del señor Ernesto decir que caminaba con cierta dificultad por la metralla adquirida en Belchite y que su fórmula de saludo era un cordial “¡Bien, bien, bien!... los padres, ¿fuertes?”. De María Orosia que contrajo la enfermedad del cobre y que poco a poco, hasta su muerte en Anzánigo por pìcadura, fue mimetizándose con las paredes y suelos de los pasillos de la segunda planta, la más sombría, donde desarrollaba su labor. Mas no son esas peculiaridades las que traen aquí a estos dos personajes sino otras dos, profesional y familiar, que entroncan con la materia apuntada en las dos historias preliminares y no sólo por vínculos de parentesco.

El señor Ernesto tenía, entre otras, la función de anotar a lápiz, en una libreta colocada en el mostrador de la recepción del hotel, las entradas de nuevos huéspedes o, lo que es lo mismo, registrarlos provisionalmente hasta que la dueña, a partir de las ocho de la mañana, lo hiciera de forma completa y definitiva. Pocos eran, la verdad, de noche y en esa época, los movimientos de viajeros pero, si alguno caía, era sometido, por el señor Ernesto, a singular y celoso control: tomaba buena cuenta de la hora y minutos de cada llegada, del número exacto de componentes de cada remesa y, en el margen derecho, junto a los nombres de pila, escribía la clave “jb”, si eran gente de bien, o “jm”, si eran gente de mal o, al menos, dudosa. Pero para tranquilizar a la dueña, para normalizar situaciones, cada entrada de viajeros era denominada “matrimonio”; había pues matrimonios de uno, matrimonios de dos, de tres, de cuatro, y así un largo etcétera.

María Orosia procedía de una casa rica del más bonito pueblo del valle del Aragón. Una familia feliz que alguien quiso mal por cuestión de lindes y que, tras injurias y amenazas, las cosas, llegadas a mayores, desembocaron en un espantoso crimen y en el suicidio de su abuelo ya entonces viudo. Recostado en soledad en la gran cama matrimonial se disparó en la frente con la escopeta de caza proyectando en semicírculo la masa encefálica contra la pared. La habitación fue clausurada. Nadie osó entrar en ella durante 24 años hasta que María Orosia contrajo matrimonio y, en cónclave familiar, se decidió volverla a abrir, destinarla a alcoba para los jóvenes esposos. Arrancada a fondo la vieja pintura, pintada, repintada, quemada la vieja cama, colocada la nueva junto a otra pared, reorientada, se convirtió en impecable abrigo hasta el 14 de octubre, día de San Calixto, aniversario del suicidio del abuelo, en que regresó la mancha. Todo, a partir de ese instante, es previsible: se vuelve a pintar la pared, María Orosia que está de tres meses pierde la criatura, se añade otra capa de pintura, el marido enloquece, más pintura, el marido coloca la cama donde la tenía el abuelo, se pega un tiro, consigue una mancha... aunque de carácter pasajero.Una historia que María Orosia contará con rigor a los atemorizados clientes y que según parece, con el paso del tiempo, irá adornando con nuevos detalles. Una historia de la que nadie supo nunca cuál fue su grado de verosimilitud pero que me ayudó a sobrellevar aquel hosco invierno de 1969-1970.

Heraldo de Aragón
17/01/08

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