Espiaba a mi padre. Yo tendría dos años y se me había
prohibido visitar ese cuarto. ¿Qué habría en él? Veía a mi padre entrar por la
mañana y no salir hasta la hora de comer, y luego, por la tarde, también se
encerraba. Hablé con Picorcio el cerrajero. A cambio de unas excretas de
paloma, así abonaba él la marihuana, hizo copia de la llave. De noche entré. El
olor era muy fuerte y el desbarajuste total. Encendí la linterna. Sobre unos
palos había una tela de colores. Otras telas por el suelo apoyadas en las
paredes. Y en una mesa muy grande cantidad de cachivaches que parecían
pegajosos. Salí. Casi mareada. Debía, a partir de ahora, dar nombre a todo
aquello. Aquello que en el resto de la casa no existía y que mi padre manipulaba
y almacenaba. Decidí llamar “cenerdo” al penetrante olor. Al desbarajuste,
“quecho”. A los palos, “lifos”. A las telas de colores, “letas”. A los
cachivaches, “cinos”. Y a lo que hacía mi padre allá encerrado, “mepo”;
prefería un sustantivo, aún no conjugaba bien.
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30 niñas, Valencia, Leteradura, 2014
11 comentarios:
INteresantísimo acercamiento a la cuestión de la nomenclatura. Le felicito
Como dice Martín Caparrós en "El interior" (pág. 215) 'Poner nombres a las cosas siempre es un privilegio'.
Muy misteriosos el relato y la fotografía.
Desde luego interesante cuestión como dice el anónimo y yo añadiría muy curiosamente tratada.
veo que el cuento forma parte de un libro llamdo Treinta niñas, donde se puede encontrar el libro?
Para anónima: lo mejor es pedirlo a leteradura@outlook.com
Qué bueno.
Lo fascinante es el trato que consiguió hacer con el cerrajero.
Niña prodigio!!!
Un cuento precioso.
Todavía no conjugabas bien , preciosa, pero negociar se te daba la mar de bien
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