sábado, 12 de diciembre de 2020

Aprensivos

Vienen a cenar a casa dos matrimonios. Tres personas suben en ascensor y la otra, que para evitar contagios sube andando, llega acalorada y con un kleenex en la mano; tiene ciertas dificultades motrices por lo que ha debido agarrarse a la barandilla metálica, pero con un papelito haciendo de protector. Me brindo a recoger la celulosa mas a toda prisa la introduce en una pequeña bolsa de plástico que extrae de un bolsillo; es inevitable pensar en los cacaperros y en sus adminículos. En 1947 yo tenía 5 años. En aquella vivienda soleada, en aquella estancia amplia que llamaban "la galería", en una silla grande de rejilla, sentado, casi tumbado, el abuelito Juan, permanecía inmóvil con el brazo derecho colgante, remangado, la mano metida en un cubo de hojalata lleno de agua y lejía. Qué imagen. El tifus. La epidemia de 1914 le dejó el miedo al contagio, el miedo a cualquier contacto. Siempre llevaba un pedacito de papel higiénico y, con él, daba y apagaba la luz ¡en su propia casa! Y ayer, día 25 de diciembre, ocupado el servicio en la preparación de la comida, suena el timbre de la puerta de la calle, nadie puede ir, vuelven a llamar, y es la abuelita Irene quien, desde “el peinador", el saloncito contiguo al cuarto de baño, en una desventurada decisión, pide a su esposo, que está en el despacho leyendo La Vanguardia, que por favor abra; seguramente nunca lo había hecho, pero era Navidad y con soltura, casi con desparpajo, sale al recibidor y abre la puerta, sin papel higiénico. Debió de ser todo muy rápido: un hombretón que se identifica como el basurero le felicita, le entrega con la mano izquierda la hojita recordatorio y con la derecha agarra la de mi petrificado abuelo para estrechársela. Fueron unas malas fiestas.

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