Ha muerto Eugenio Sanromán, a los 97 años. Figura
indiscutible de los tapetes verdes de la ciudad pirenaica durante las décadas
de los sesenta y setenta, dispuso de dos apodos, el primero, fácil, “El genio”,
y el segundo, con resonancias cinematográficas, "El rey del póquer".
Jamás discutió una jugada, jamás tuvo un gesto inapropiado, y si al finalizar
la partida se levantaba perdiendo, cosa, que la verdad, no era demasiado
frecuente, pronunciaba una frase algo rimbombante que no encajaba demasiado con
su naturaleza obrera: “Caballeros, ha sido un honor". Ejemplo de jugador
serio, riguroso, metódico, sólo pudo compararse a un tal Barral o Barrao,
zaragozano, fabricante de juguetes de plástico, un tipo que resultaba
antipático por su gesto seco, adusto, y que además se hacía acompañar por su
hijo adolescente que, de pie, a su lado, daba la impresión de que estaba
aprendiendo para labrarse un porvenir. Eugenio nunca probó bocado ni consumió
alcohol en el transcurso de las partidas, a lo sumo, durante la canícula, en
los días en que no corría ni una gota de aire, pedía una cerveza San Miguel,
pero del tiempo, que no estuviera fría. En los ochenta se produjo un cambio, el
póquer tradicional, “el tapado”, "el de las cinco cartas" fue barrido
por un modelo nuevo, el llamado localmente "chiribito", el póquer
sintético, mucho más violento y peligroso que el póquer tradicional. Lo
introdujo un militar, de pasado africano, creyendo que, ante los ignorantes
jugadores locales, la ventaja que le otorgaba su amplio conocimiento del
mismo, le permitiría compensar las deudas que contraía jugando al bacarrá. Pero
le salió el tiro por la culata, porque la gente aprende rápido. Y así las
cosas, el chiribito se consolidó como juego preferido por todos los poqueristas,
excepto por Eugenio Sanromán que, pese a seguir ganando, vio en el nuevo juego
un factor excesivo de riesgo, y optó por el cambio de casino. Se fue al de los
republicanos, a unas partidas broncas, donde apenas circulaba el dinero, pero
que le permitían obtener un complemento a su paga de pensionista. Hubo
jugadores, en los tiempos de esplendor, cuando El Genio dominaba el panorama,
que venían de otras localidades para sentarse en la mesa, para presumir de
haber jugado al póquer con un personaje tan popular, y entre esa gente también
llegaron tramposos, descubiertos enseguida por El Genio, pero a los que nunca
llamó la atención en público, temeroso de que un escándalo alterara el curso de
las cosas, que la policía, que toleraba el póquer, se viera obligado a
prohibirlo aunque fuera temporalmente. De El Genio se cuentan muchas historias,
pero quizá la más divertida y, sobre todo, la más significativa, es la que hace
referencia a la oferta que le hizo el capataz del taller donde trabajaba; a la
sazón le invitó a prolongar una tarde la jornada laboral compensándole con algo
de dinero, pero Eugenio contestó, tartamudeando, como le pasaba siempre en las
ocasiones importantes, que ese día no podía... porque los brigadas acababan de
cobrar.
miércoles, 22 de agosto de 2018
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3 comentarios:
triste historia
Es difícil, por no decir imposible, saber qué hay de verdad en estos relatos del genio Lerín.
Sórdido ambiente el de las partidas provincianas de póquer... un mundo poco conocido por otra parte
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