lunes, 11 de febrero de 2008

La ville entière (1937). Max Ernst (1891-1976).





























La ciudad alejada


Paisaje que sueño con reiteración y que no corresponde a nada conocido. ¡A qué escala! Dimensiones titánicas que no existen en este mundo: perdidos horizontes lineales sobre páramos y desiertos sin detalles apreciables por la gran distancia. Esta es la cuestión: la gran distancia; inalterable, sin posible aproximación a punto alguno. Sobre una terraza fluvial absolutamente lisa, desnuda, a la que accedo por una estrecha carretera serpenteante (¿procedo de...?). Desde esa terraza fluvial, observatorio frío, final de etapa, oteo el valle, la profunda e inmensa cubeta excavada en la tierra sin árboles, sin matorrales, bajo la unión indisoluble de cielo y suelo. Y al otro lado, sobre el cantil que limita la margen derecha, colgada, desmoronada sobre el vacío, descubro una ciudad apiñada, incorporada a la textura y color de lo que la rodea, desprovista de luz y quizá de aves, tal es la lejanía que no permitiría apreciarlas.


Nunca crucé. Descender de mi orilla, ascender la contraria, antes atravesar el caudaloso cauce, pero es la distancia - ¡el tamaño de una provincia en una porción de mi campo visual!- lo que sobrecoge. La ciudad está ahí, sé que no llegaré a ella. Vuelvo a soñar el lugar, avanzo de nuevo en un pequeño vehículo, solo, hasta coronar la meseta, y aquí, donde termina el asfalto y se abre la luz, quedo inmóvil ¿Dónde estoy? La extensión de terreno no cabe en los mapas, no hay nación que pueda permitirse disponer de enclaves de esta envergadura. Me hallo pues fuera de cualquier territorio ¿y también fuera del tiempo? ¿Y  la ciudad? Dijeron que  los cadáveres de sus habitantes eran colocados sobre los tejados, y que los buitres -¿o cóndores?-, al amanecer, daban cuenta de ellos. Mas ¿quién lo vio? 


2004


Mansa chatarra (2014), págs. 76-77. 


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