martes, 8 de abril de 2008

Volver al teatro

Parece que los actores debieran estar mejor preparados que los demás mortales para afrontar los trances de la vida. Un oficio basado en la impostura ha de tener consecuencias favorables a la hora de encararnos con un funcionario o un fontanero. Mas ellos aseguran que no es así. Dicen que interpretar es como vender camisetas Custo o esquilar ovejas. Ellos son el dramaturgo Alfonso Plou y los actores Ricardo Joven y José Luis Esteban, todos miembros destacados de la zaragozana compañía Teatro del Temple. El polaco Tadeusz Kantor, apunta Esteban, se quedaba en el escenario agazapado en su rincón-limbo, no quería que los actores interpretaran, les obligaba a actuar en la función tal como si estuvieran en sus casas; pero eso es un hecho excepcional. En el teatro –no así en una orquesta o en un partido de fútbol- el director de escena no permanece en la misma, monta la obra y se va, seguro de que sus actores no modificarán las pautas que él les ha marcado. Hay una disciplina sustentada no sólo en la autoridad del jefe sino, y esto es lo más importante, en la profesionalidad del subordinado que jamás caerá en la tentación de no suplantar.

Samuel Beckett fue el adalid del llamado teatro del absurdo. Puede dejar indiferente al público de hoy o puede provocar irritación en una época como la nuestra de grandes impaciencias... pero es un clásico. Clásico por haber entrado a formar parte de la historia de la cultura. Clásico como lo fueron otros adaliles y otros movimientos, también hoy poco recordados, como Alain Robbe-Grillet y el nouveau roman y, en nuestro ámbito, Blas de Otero y la poesía social. Arriesgada es la apuesta del Teatro del Temple de llevar a escena “Fin de partida”, la obra canónica de Beckett según Harold Bloom, un drama de 1955, paradigma de las dificultades escénicas y que concentra todos los elementos de devastación existencial propios de una época eso sí atenuados por incesantes andanadas de humor negro. Había que acertar, un error en la puesta en escena o en el punto interpretativo, desembocaría en el desastre. Pero se acertó. (Una observación apresurada equipararía la atmósfera creada por Alfonso Plou con la fluorescencia minimalista de Dan Flavin pero no, aquí no son los objetos los que emanan luz sino, como en el universo de James Turrell, lo que se busca -y se consigue- es la mística de la luz, la arquitectura de la luz, la luz, en suma, como único material.)

Habló Ricardo Joven, en la mesa redonda previa a la representación de “Fin de partida” en el Palacio de Congresos de Jaca, del trasfondo argumental de la obra, del pánico a una hecatombe nuclear que en la década de los cincuenta agarrotaba a occidente y que Beckett utilizó como pretexto para proponer una claustrofóbica mezcla del Rey Lear y el Libro de Job. Ricardo fue hábil al sugerir como sustituto actual del horror atómico el horror por el calentamiento global aunque, lamentablemente, aquel horror no haya desaparecido visto el abultado registro de países poseedores del dispositivo disuasorio. En cualquier caso, la ocurrencia de Samuel Beckett no era nueva, un año antes, en 1954, Richard Matheson publicaba “Soy leyenda”, la peripecia del último hombre vivo en la tierra y que ahora con el mismo título ha sido llevada a la gran pantalla trasladando de Los Ángeles a Nueva York el territorio del héroe. Y como remate citar “El mundo sin nosotros” (2007), el inquietante y documentado ensayo del periodista Alan Weisman sobre lo que ocurrirá en nuestro planeta cuando el hombre haya desaparecido.

Heraldo de Aragón
31/01/08

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