Una sensación generalizada de impotencia, de desolación, de rabia, se produce cada verano tras la irrupción de las noticias sobre los devastadores e incontrolados efectos de los incendios forestales. Incluso, en sectores no especialmente sensibilizados por las cuestiones ambientales, surgen comentarios y discusiones sobre las posibles causas de los mismos y sobre los medios utilizados para combatir y acabar con las llamas. Existen, de hecho, numerosas teorías, a menudo enfrentadas, que puntualmente aparecen tanto en la calle como en los medios y que aun siendo defendidas, como es proverbial en nuestro país, como las únicas que explican el desastre, van dejando abierto, poco a poco, incendio a incendio, un minúsculo resquicio hacia una visión globalizada del problema. Hay ya una percepción general de que las cosas no son tan simples como algunos se empeñan en defender y de que los sistemas empleados en la lucha no han sido hasta ahora los más adecuados.
Los incendios forestales se originan por innumerables causas: rayos, prácticas agrícolas, obtención de suelo urbanizable, obtención de madera o de pasta de madera, negligencia de excursionistas y domingueros, quema de maleza por cazadores para forzar a salir determinadas piezas, chispas de trenes, pirómanos de corte vengativo-sentimental, pirómanos con ansias de notoriedad, pirómanos esteticistas, y así una relación casi infinita. Además el fuego se propaga ahora con mucha mayor facilidad al contar con la preciosa ayuda de los cultivos forestales de resinosas y otras especies de crecimiento rápido que nada tienen que ver con el arbolado autóctono (de ahí el error al utilizar la palabra repoblación). Y luego... nuestra fervorosa pertenencia a la cultura del fuego; el fuego como fiesta, como liturgia, como inevitable protagonista de todas nuestras celebraciones religiosas y políticas sea en forma de hoguera, de petardo, de cohete o simplemente en forma de luz, la manifestación más inocua y civilizada del fuego pero que antes de la electricidad sólo se podía obtener mediante la presencia mágica de la llama.
Sin embargo, este panorama desolador de árboles y suelos calcinados, de fauna exterminada, de bienes personales perdidos irremisiblemente, podría erradicarse, romper para siempre el ciclo maldito de cada verano. Porque hay que decir que todo incendio, incluso todo gran incendio, es, al principio, un pequeñísimo incendio, y esta perogrullada es la clave del problema. Desde luego sin abandonar las campañas de prevención, de concienciación, de eliminación de peligros potenciales, la acción, toda la energía, necesita concentrarse en dos movimientos: la detección instantánea y la intervención inmediata; el diagnóstico precoz del cáncer de nuestros bosques mediante un sistema constante de vigilancia con un equipo de especialistas, no necesariamente numeroso, pero con gran movilidad y rapidez de respuesta.
Las mamas -las ubres, los pechos, el eufemístico "el pecho"-, aquejadas por un mal cruel pueden salvarse si el diagnóstico es precoz. Ese carácter nutricio, beneficioso, confortable, que las define, es obviamente aplicable a la tierra. El tratamiento del mal también es el mismo. No sabemos con exactitud la etiología de la enfermedad, sí sabemos cuáles son las causas de los incendios, pero estas causas al ser tantas y concurrir combinadas no podemos eliminarlas. Sólo una rápida detección e intervención salvará de esta lacra a una naturaleza que es de todos aunque algunos se esfuercen en hacernos creer lo contrario. Las generaciones venideras sabrán que hubo, aún a principios de este siglo, actitudes que propiciaron la desaparición de los últimos ríos limpios, de las costas libres de edificaciones, de los bosques lácteos.
Heraldo de Aragón
02/08/07
viernes, 4 de abril de 2008
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