La
ciudad alejada
Paisaje
que sueño con reiteración y que no corresponde a nada conocido. ¡A qué escala!
Dimensiones titánicas que no existen en este mundo: perdidos horizontes
lineales sobre páramos y desiertos sin detalles apreciables por la gran
distancia. Esta es la cuestión: la gran distancia; inalterable, sin posible
aproximación a punto alguno. Sobre una terraza fluvial absolutamente lisa,
desnuda, a la que accedo por una estrecha carretera serpenteante (¿procedo
de...?). Desde esa terraza fluvial, observatorio frío, final de etapa, oteo el
valle, la profunda e inmensa cubeta excavada en la tierra sin árboles, sin
matorrales, bajo la unión indisoluble de cielo y suelo. Y al otro lado, sobre
el cantil que limita la margen derecha, colgada, desmoronada sobre el vacío,
descubro una ciudad apiñada, incorporada a la textura y color de lo que la
rodea, desprovista de luz y quizá de aves, tal es la lejanía que no permitiría
apreciarlas.
Nunca
crucé. Descender de mi orilla, ascender la contraria, antes atravesar el
caudaloso cauce, pero es la distancia - ¡el tamaño de una provincia en una
porción de mi campo visual!- lo que sobrecoge. La ciudad está ahí, sé que no
llegaré a ella. Vuelvo a soñar el lugar, avanzo de nuevo en un pequeño
vehículo, solo, hasta coronar la meseta, y aquí, donde termina el asfalto y se
abre la luz, quedo inmóvil ¿Dónde estoy? La extensión de terreno no cabe en los
mapas, no hay nación que pueda permitirse disponer de enclaves de esta
envergadura. Me hallo pues fuera de cualquier territorio ¿y también fuera del
tiempo? ¿Y la ciudad? Dijeron que los cadáveres de sus habitantes eran
colocados sobre los tejados, y que los buitres -¿o cóndores?-, al amanecer,
daban cuenta de ellos. Mas ¿quién lo vio?
2004
Mansa chatarra (2014), págs. 76-77.
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