El amigo catalán.
El éxito de toda relación de vecindad se fundamenta en la compensación de los intercambios de materiales tangibles. Yo te vendo huevos, tu me vendes cerdos. Yo proceso tus purines, tú procesas mi chatarra. Yo contribuyo a llenar tus aulas, tú contribuyes a llenar mis hoteles. Todo lo demás -la invocación de raíces comunes, los paralelismos culturales; en suma, los materiales intangibles- constituye cuestión secundaria, valiosa sí en situaciones de atasco o de inicio de noviazgo, pero que tiene poca importancia en la fluidez del proceso mercantil consolidado. ¿Incluso si el vecino es Cataluña? Pues sí, incluso si éste es el vecino; ese vecino con fama de poco solidario con el resto de España, ese vecino que maneja como nadie el arma (intangible) de la baza lingüística pero que ha potenciado el flujo de personas y mercancías con todas las comunidades autónomas, por su propio interés, desde luego, pero siempre beneficiando al conjunto. Y la provincia de Huesca –Aragón quizá- está ahí, en ese curioso sándwich, entre vascos y catalanes, y sin saber, por ahora, sacar todo el provecho deseable de tal situación geográfica.
Cataluña ha tenido siempre la necesidad imperiosa de distinguirse, de desarrollar una vocación impetuosa de singularidad que algunos han interpretado como odio a España pero que un somero análisis descubre que sólo es una exacerbación de ese prurito infantil de ser más que tú, de ser diferente a ti, y de disponer de un sistema de señales propio –como todos los niños inteligentes inventando en la escuela una lengua críptica para que nadie les entienda-. (Las veleidades acerca de formas craneales y tipos de ADN no entran en el programa, e incluso los más radicales no desean estar del todo fuera del Estado: porque ¿con quién iban a compararse ventajosamente en la soledad europea?) ¿Qué pasa pues? ¿La lengua es la clave? Pero quizá no su extensión, ya que es del dominio público la ¿anécdota? que hace referencia a la sustancia sintetizada en unos laboratorios barceloneses –la llamada catalanina- que en muy pequeñas dosis lograba hacer hablar en catalán a los recién nacidos y que se pensó inocular utilizando como vehículo unos populares cubitos de pollo para sopas y guisos; pero la idea de que un bebé extremeño se expresara de tal modo no gustó a las altas esferas, la condición catalana requiere férreo control territorial y, sobre todo, amplios espacios aledaños de confrontación, eso sí pacífica.
Y, para terminar, un pequeño consejo al hilo de estas reflexiones fronterizas. Un consejo nacido del respeto lingüístico pero también de la necesidad estética de acabar con el papanatismo. El consejo se dirige a quienes en aras de ser considerados avanzados –o a lo mejor políglotas- dicen Lleida y Girona o escriben Catalunya despreciando unas formas propias de nuestra lengua –Lérida, Gerona, Cataluña- perfectamente acuñadas y que, como en el caso de Burdeos, Ginebra o Londres, son aceptadas por todos excepto, quizá, por algún ridículo personaje que preferirá emplear Bordeaux, Genève o London. Además, es bueno saber que hablando en catalán ocurre lo mismo, que lo correcto también ahí es utilizar las formas acuñadas, tanto por lo que respecta, por ejemplo, a estas tres ciudades extranjeras como en el caso de citar a las tres provincias aragonesas, que se convierten, sin ningún dramatismo, en Saragossa, Osca y Terol. Está claro pues que son nuestros vecinos orientales los que mejor entenderán e incluso defenderán el uso de las formas propias, en cada lengua, de la toponimia foránea, al menos de la gran toponimia, la que corresponde a los enclaves de singular significado geográfico o político.
Camarada Chauvin.
Se ignoran aún las razones últimas por las que el soldado Nicholas Chauvin desarrolló tal pasión por Napoleón y, en general, por la causa francesa. Objeto intermitente de mofa y de comprensión interesada, este peculiar entusiasmo, mantiene el nombre de su creador hasta nuestros días. La Academia convierte “chauvinisme” en “chovinismo” (criterio que debería seguir en “Lourdes” -como nombre de mujer- dejándolo en “Lurdes” para así evitar grotescas pronunciaciones) y lo define como exaltación desmesurada de lo nacional frente a lo extranjero. Cataluña, por ejemplo, no tiene una posición oficial ante quienes la tachan de chovinista. Por un lado es adjetivo a rechazar en lo que tiene de fanático pero, por otro, no deja de llevar incorporado el carácter “nacional”, cuestión ésta definitiva, meta a la que no acaba de llegarse tras los balbuceos terminológicos que desde la odiada palabra “región” pasan por “comunidad autónoma”, “nacionalidad”, “nacionalidad histórica” y “nación sin estado”. Aceptar un marchamo chovinista despejaría de una vez por todas las dudas acerca de “qué clase de país es éste”.
Alguien definió el nacionalismo como la nostalgia por una edad dorada que nunca tuvo lugar. Y es cierto que la aplicación de esta doctrina produce gran fatiga a quien no le queda más remedio que padecerla pero, no es menos cierto, que su ejercicio, la militancia en tan peregrinas filas, supone una práctica dura, agotadora, aunque sólo sea por la necesidad de manifestarse a todas horas; diríamos que el nacionalista se halla en permanente estado de comparación/confrontación con “lo otro”, con lo que resulta diferente -es decir peligroso- para el grupo al que tan vehementemente se vanagloria de pertenecer. Pero que nadie tire la primera piedra porque en todas partes cuecen habas. Animados por los buenos resultados obtenidos por vascos y catalanes surgen por todas partes corporaciones, cofradías o, más claramente, partidos políticos que con la bandera primero regional y luego... ya veremos, intentan conseguir –lo que ya sabemos que es muy humano- todo tipo de reconocimientos y favores. El sentimiento patrio –y cuanto menor sea la patria mejor- da muy buenos resultados... y si no que se lo digan, por ejemplo en Cataluña, a instituciones tan venerables como la Iglesia y las Cajas de Ahorros.
Pero hay algo desconcertante en todo esto. Uno pensaría que esta locura colectiva (y regresiva) tiene su caldo de cultivo en actividades poco ilustradas como el deporte de competición, donde se inflaman los instintos más elementales enfrentando pueblos y regiones. Sin embargo, en otros ámbitos, en las capas teóricamente más elevadas de la sociedad, en el mundo académico y de la investigación, parecería imposible que pudieran darse conductas afectadas por este mal. ¿Cómo es posible distorsionar la realidad, la objetividad, por un acceso de chovinismo? Pues así es y no queda más remedio que volver a Cataluña si queremos hallar ejemplos dada la gran ventaja que nos lleva en este negocio, y no olvidemos que este es un artículo que pretende ser profiláctico.
El sisón delator.
Hubo un tiempo en que los grandes sabios, esas criaturas totales que convierten su obra en una saludable poliantea, quedaban al margen, por su propia condición excelsa, de las mezquindades de la tribu. Véase, sin ir más lejos, esa biblia de la botánica práctica titulada “El Dioscórides renovado” en la que pese a resultar evidente ya en las primeras páginas la filiación de su autor, el inmenso Pío Font Quer (Lérida, 1888-Barcelona, 1964), nunca se rebasan los límites de la rigurosidad (y del sentido del humor) en aras de la defensa del territorio. En cambio, un coetáneo suyo, con muy pocos años de diferencia en su nacimiento, el filólogo Joan Corominas –que catalaniza su apellido en Coromines- (Barcelona, 1905-1997), convierte ya su monumental obra en un banderín de enganche para la causa: un ejemplo ilustrativo, sacado de su “Diccionario Crítico Etimológico de la Lengua Castellana”, lo constituye la pintoresca etimología de “sisón”, esa ave aún presente en los enclaves menos degradados de nuestras estepas (en Aragón se la conoce también por “sisote” y “sisa”) y cuyo nombre hace referencia al silbido –al siseo- que las alas de los machos producen al volar.
Así resuelve Corominas: SISÓN, probablemente del catalán “sisó”, pieza de moneda de seis dineros, porque el sisón se vendía a este precio. (...) La albufera valenciana, paraíso de los cazadores, fue el centro de irradiación del vocablo, y del catalán se tomó en préstamo el castellano “sisón” y el portugués “sisao”; pero en vista de que en 1253 ya corría (el vocablo) en Portugal, y Valencia no se reconquistó y catalanizó hasta 1238, es de creer que el primer impulso partiese del Bajo Llobregat, otro gran centro de caza de aves de paso. Realmente genial.
Mas no conviene el ensañamiento con el pecador aunque sólo sea por simple razón de supervivencia. Porque los defectos de nuestro vecino, en cuestiones de afianzamiento de la autoestima, son extensibles a otras regiones de las que sólo les separa el tiempo de ebullición. Todo se andará. Ya tenemos muestras palpables de la existencia del germen y quizá sea una estrategia a considerar, dentro del proceso encaminado a mostrar al mundo que Aragón existe, someterlo a ciertas pruebas para su cultivo controlado. Además, está claro que se trata de una esplendorosa dolencia juvenil, una reacción romántica de exasperación del yo que, si no llega a palabras mayores -y en la recuperable Corona nunca llegará-, será algo con lo que habrá que aprender a convivir durante una temporada. Para empezar, el Real Zaragoza , por decreto ley, para ir haciendo boca, que se convierta en algo más que un club.
Heraldo de Aragón
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jueves, 31 de enero de 2008
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