lunes, 28 de enero de 2008

El abejaruco y el hombre

Describe Derek Watson en el segundo de sus Viajes Naturalistas (1869) la impresión que le causó un bando de abejarucos volando “entre una espesa calina, a bastante altura, sobre un amplio barranco seco y pedregoso” del sur de España. Parece ser que “la cegadora y blanca luz que impregnaba el cielo y las abruptas laderas” no permitía ver qué aves eran las que producían “un peculiar griterío” y el ornitólogo inglés –poco ducho por aquel entonces en la identificación auditiva- tuvo que esperar, pese al “insoportable calor”, a que a mediodía se disipasen las calinas y así comprobar que se trataba de las “gráciles y multicolores avecillas” conocidas en el mundo científico por Merops apiaster (Merops y apiaster nombres griego y latino de un ave comedora de abejas).


Camino ya de Londres se detiene en la ciudad de Burgos donde es invitado a una reunión en el Gabinete de Recreo (sic). En el inmenso caserón, la inteligencia local, quizá con mayor afectación que la acostumbrada, discute sobre los últimos y prometedores avances científicos. Terminado el coloquio, “no excesivamente interesante”, y “caminando pausadamente por un sombrío pasillo de la planta baja”, se abre de improviso una pequeña puerta que es rápidamente cerrada por “un individuo que disponiéndose a salir, retrocedió en seguida al ver la comitiva de sabios y respetables ciudadanos”; pero en el brevísimo intervalo en que permanece abierta, Derek Watson vislumbra “una sala grande donde formaban corros hombres de pie y sentados”. Al día siguiente, domingo, último de su estancia en Burgos, “a eso de las once de la mañana”, y con la excusa de visitar la ciudad, se ausenta de casa de sus anfitriones y se dirige solo al Gabinete de Recreo. Entra en el edificio, preocupado por si no va a encontrar la misteriosa puerta de la noche anterior, pero cuál es su sorpresa al hallar el pasillo iluminado, lleno de gente, y con dos puertas abiertas a una gran sala rectangular donde “numerosos personajes” juegan a las cartas, mientras en un rincón, apoyados en un mostrador, otros consumen bebidas.


Ya había comprobado en un lugar parecido a éste, en un pueblo cercano a la ciudad de Córdoba, como esos “hombrecillos viciosos, jugadores empedernidos, iban y venían de sus casas al casino, cabizbajos, presurosos, con la actitud del honrado tendero que periódicamente frecuenta el prostíbulo”. Pero es que también aquí se repetía un curioso hecho; cuando “los componentes de una partida”, ya sentados, pedían a alguno de los “mirones” que les completaran la mesa, éstos, invariablemente, rehusaban, e invariablemente lo hacían mediante la siguiente fórmula: “no, que he de ir a misa” ó “no, que aún no he ido a misa” ó “no, que me voy a misa”. Sigue Derek: “en seguida me di cuenta de que esa fórmula que con tan mínimas variaciones repetían los asistentes a la sala de juego debía de ser una especie de contraseña que pronunciarían también en otros lugares y que como tal contraseña contendría un mensaje destinado a satisfacer a los que la escucharan”. Nuestro ornitólogo, espoleado tal vez por el vino castellano, estaba a punto de realizar un descubrimiento: el porqué del griterío de los abejarucos entre las calinas, su archifamosa Teoría de la Cohesión de las Aves Gregarias.


“Vi claro que los hombrecillos viciosos, pese a ser ellos los que mantenían con el gasto de cantina y la comisión de las apuestas el pomposo Gabinete, eran conscientes de su inferioridad ante los sesudos y honorables caballeros de las reuniones científicas”. “La pasión por el juego” era “el pecado nefando” que los diferenciaba expulsándolos a aquella “catacumba” donde, rehusando cualquier invitación a consumarlo, aprovechaban además para proclamar, con notoriedad, su condición de creyentes –este era un país donde las mezclas tanto de razas como de clases sociales no estaban bien vistas-. Los cristianos viejos, como los abejarucos, debían indicar con claridad su presencia a los demás, informándoles de sus credenciales para así sentir el amparo de su grupo social, del bando en vuelo por peligrosos parajes. Ciento treinta y ocho años después el griterío de cohesión entre las calinas, gracias al viril empeño de escopeteros y demás excursionistas, se ha ido perdiendo; de las catacumbas no hay noticia, al menos de carácter oficial, aunque de vez en cuando, según opinión de algunos, todavía retumban... pero serán los ecos.


Heraldo de Aragón
05/07/07

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