sábado, 20 de noviembre de 2010
Mujeres extraordinarias, 3 (b)
Varias de las aventuras recogidas en las libretas de apuntes del senador Grínbou demuestran el poder argumental de la Siberia Extremeña; por ejemplo la titulada “Árboles de Fortuna”, en la que al transitar por un camino carretero cercano al Peñón del Pez le llaman la atención unos arbustos de notable porte de los que cuelgan abundantes frutos. Comprueba al acercarse que se trata de formas esféricas con aspecto de pera asiática que parecen disponer de vida propia. Dice Grínbou: “Diríase que están animadas por un fuego interior, una luminiscencia, eso sí plateada, que irradia de su superficie aunque resulta evidente que se origina en el hueso de la fruta o de lo que realmente sean esos glomérulos”. Duda pero al fin blande su navaja multiusos y desprende del arbolito una de las excrecencias, que le quema. Abre dolido la mano y la cosa cae al suelo donde se desmonta, se abre en capas, dos o tres capas como de cebolla que dejan ver un núcleo impecable en su esfericidad y en su transparencia. Con un palo lo empuja y tiene la sensación de que se ha enfriado y ya puede cogerlo. Así es. Una bola de cristal en cuyo interior reside la cabeza de una mujer sonriente. La envoltura se deshace y le queda a Paul Grínbou una cabecita que va medrando hasta llegar al tamaño estándar en la categoría de las microcéfalas. De inmediato, del muñón inferior le crece el cuello y de él, con rapidez, se le conforma el cuerpo, ya vestido. Son mujeres calientes envasadas, dispuestas a dar palique a los caminantes. Sentados sobre una piedra plana conversan durante largo rato. Luego, Grínbou, reemprende la ruta no sin antes despedirse de su nueva amiga y constatar la belleza de sus ojos extranjeros, la vivacidad de los labios coralinos y el incuestionable perfil de martinete –Nycticorax nycticorax-. “Habrá más fruta al regreso”, cavila, “intentaré no extraviarme y volver por el mismo sitio”. Ha quedado realmente entusiasmado con la gracia de su fraseo y la no desdeñable carga irónica del mismo.
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3 comentarios:
Por la Vía de la Plata, en el autobús de Cáceres a Mérida, pasando por la aldea de Niño Muerto, entablé conversa con una mujer -de hermosura emérita y augusta mirada- que era todo ironía epidérmica y sobreentendidos hipogástricos.
Ajeno yo al ligue por mi condición de recién enviudado, ella leyó mal mi ademán cortés de viajero señor, y se pasó la media hora de vecindad de asiento defendiéndose de un ataque varonil no iniciado, con importunante gracejo movedor de sonrisa zigomática y propiciador de sudorosa revolviura de asiento.
Se bajó -la maggiorata pacense- en Puerto Camelias, no sin roce aleve de su cadera en mi codo.
Pudiera haber sido ella -ahora lo percibo- una de esas frutas maduradas del árbol que mencionas.
Caray Ferrer! con las bolitas de cristal.
En esos oasis extremeños la arena quema los pies, los dátiles, cubiertos de moscas y pisoteados sobre cagarrutas de cabra, endulzan el aire y sofocan al sediento, ...pero qué cristalino el palique el agua.
Me pregunto si no caerá por ahí cerca el desatendido ranho de Chuck-a-Luck.
¿ Emparentadas de algún modo con esos sirénidos? Alguien tendría que sopesar la posibilidad de abrir una investigación seria sobre el asunto.
En todo caso gratificante, seductora, liviana, benefactora.
¿ Proceso reversible?
Un observador avezado, ese hombre!
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