Ante todo convendría fijar el alcance del término y, al mismo tiempo, despegarlo de su carga vulgar, cotidiana, cómplice. Me refiero al término ‘aparcada’, el acto en el cual se detiene un automóvil en un lugar solitario para que las personas que lo ocupan puedan dar rienda suelta a sus efusiones eróticas. O sea que tras cenar en un restaurante habitual, uno de los figones vascos de la calle Roger de Flor, Mari Carmen y yo nos montamos en el R12 y nos dirigimos a la parte alta de la ciudad; tomamos la carretera del Tibidabo y paramos en una de las primeras curvas, una curva famosa, idónea para la realización de aparcadas, una curva amplia, un desmonte de tierra con capacidad para varios coches y con orientación sur, con una buena vista de la urbe, a esa hora iluminada, socorrida contemplación que facilita unos primeros comentarios para romper el hielo. Mas no hubo hielo que romper pese a ser nuestra primera aparcada. Mari Carmen abrió el bolso y extrajo un objeto rectangular que no logré identificar por la poca luz y que, así de repente, pensé si no sería una caja de preservativos, pero no, era una grabadora, que colocó sobre el salpicadero. Mari Carmen me miró, y con la voz ronca de las grandes solemnidades y el más profundo de los acentos mallorquines, pronunció las siguientes palabras: “es una grabación, una selección de gemidos durante mis recientes masturbaciones”, y le dio al clic mientras yo le daba al motor de arranque, derrapaba entre una nube de polvo, enfilaba la carretera a una velocidad desconocida, dejaba a la gimiente en su casa y me encerraba yo en la mía. Estaba realmente asustado.
2 comentarios:
Magníficamente asustado, pero dan ganas de no creerle.
Créame.
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