Hablaba
con E.G. Marshall. En un lugar recogido. En un recodo de una plaza grande de
capital de provincia. Estábamos solos y nuestro trato, y los gestos, no
arrojaban luz sobre el grado de amistad, quizá reciente. Luego, mientras
avanzábamos por un amplio camino, comprobé que E.G. Marshall pertenecía a esa
aristocracia rural que se asoma a la ciudad pero que siempre regresa al campo.
Un médico, sin duda, hombre de baja estatura, frente inclinada, prognato,
trajeado en gris, camisa blanca abotonada hasta arriba y corbata guardada en un
bolsillo interno. El camino cruzaba un páramo inmenso en el que un río había
excavado la tierra rojiza. Quise detenerme, en varias ocasiones, para
contemplar el sobrecogedor paisaje pero Marshall lo impedía, me daba
conversación, no quería que me diera cuenta de qué lugar era este, de su
devastación y su silencio. Llegamos a un punto en que un talud coronado por
encinas anunciaba un cambio. Un cambio no sólo en el terreno sino en la actitud
de Marshall al decir “entramos en la finca” y en la súbita aparición de un par
de individuos que habrían bajado por el talud y se les veía dipuestos a
proteger nuestras espaldas ante eventuales desafueros. La sala estaba en
penumbra, el techo altísimo, quizá hubiera muebles pero resultaban
indistinguibles de los pintados en los muros. Una mujer, que podría ser el
propio E.G. Marshall, musitaba algo referido a un ángulo de la estancia, en
concreto a un trapo blanco, un pedazo de sábana, que arrugado y tirado en el
suelo, era la boca de un túnel por el que entraban y salían gran cantidad de
hormigas argentinas, no en una o dos hileras sino formando una columna de un
palmo de ancho. En la mesa camilla se sentó a mi derecha la mujer de E.G.
Marshall y, a mi izquierda, su hija. Me esperaban. También, se acercaron los
dos individuos, uno de gran parecido a Marshall, a su mujer y a su hija, que me
saludó con un “orina infectada” sin especificar si ese era su nombre o la
enfermedad que le acosaba, y otro, de aspecto totalmente distinto, barbero
fumador y cazador, que me habló en esa horrible lengua que debía de ser la
habitual del vulgo en esas tierras y que aún, en aquellos años, se mantenía en
un plano secundario aunque algunos, como este engendro, ya la situaran en el
plano principal. Irrumpió E.G. Marshall con un plato de arroz con gallina, una
especialidad local de la que se sentiría muy orgulloso y que había preparado
durante este rato; no se veía servicio. La penumbra no progresó pero las
figuras se diluyeron. Quizá la mujer de Marshall mantuvo su presencia durante más tiempo. Pero al final esas personas, los magros
muebles, los murales y hasta el trapo arrugado dejaron de verse. Regresaba al
pueblo cansado andando por el amplio camino y me detuve en un par de ocasiones
buscando la silueta del inmenso edificio. Pero no supe encontrarla. Era noche
cerrada cuando abrí la puerta de casa. Y allí nadie me esperaba.
sábado, 16 de marzo de 2013
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4 comentarios:
¡Magistral, Lerido!
Nadie esperaba tras treinta años. José D. Hebern también lo supo.
Veo que no contestas. ¿Que no sabes quien soy? ¿Quién te llamaba Lerido eh?
No, Anónimo, la verdad es que no caigo. Escríbeme, si quieres, a la dirección de correo electrónico asociada a este blog.
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