sábado, 16 de marzo de 2013

E.G. Marshall


Hablaba con E.G. Marshall. En un lugar recogido. En un recodo de una plaza grande de capital de provincia. Estábamos solos y nuestro trato, y los gestos, no arrojaban luz sobre el grado de amistad, quizá reciente. Luego, mientras avanzábamos por un amplio camino, comprobé que E.G. Marshall pertenecía a esa aristocracia rural que se asoma a la ciudad pero que siempre regresa al campo. Un médico, sin duda, hombre de baja estatura, frente inclinada, prognato, trajeado en gris, camisa blanca abotonada hasta arriba y corbata guardada en un bolsillo interno. El camino cruzaba un páramo inmenso en el que un río había excavado la tierra rojiza. Quise detenerme, en varias ocasiones, para contemplar el sobrecogedor paisaje pero Marshall lo impedía, me daba conversación, no quería que me diera cuenta de qué lugar era este, de su devastación y su silencio. Llegamos a un punto en que un talud coronado por encinas anunciaba un cambio. Un cambio no sólo en el terreno sino en la actitud de Marshall al decir “entramos en la finca” y en la súbita aparición de un par de individuos que habrían bajado por el talud y se les veía dipuestos a proteger nuestras espaldas ante eventuales desafueros. La sala estaba en penumbra, el techo altísimo, quizá hubiera muebles pero resultaban indistinguibles de los pintados en los muros. Una mujer, que podría ser el propio E.G. Marshall, musitaba algo referido a un ángulo de la estancia, en concreto a un trapo blanco, un pedazo de sábana, que arrugado y tirado en el suelo, era la boca de un túnel por el que entraban y salían gran cantidad de hormigas argentinas, no en una o dos hileras sino formando una columna de un palmo de ancho. En la mesa camilla se sentó a mi derecha la mujer de E.G. Marshall y, a mi izquierda, su hija. Me esperaban. También, se acercaron los dos individuos, uno de gran parecido a Marshall, a su mujer y a su hija, que me saludó con un “orina infectada” sin especificar si ese era su nombre o la enfermedad que le acosaba, y otro, de aspecto totalmente distinto, barbero fumador y cazador, que me habló en esa horrible lengua que debía de ser la habitual del vulgo en esas tierras y que aún, en aquellos años, se mantenía en un plano secundario aunque algunos, como este engendro, ya la situaran en el plano principal. Irrumpió E.G. Marshall con un plato de arroz con gallina, una especialidad local de la que se sentiría muy orgulloso y que había preparado durante este rato; no se veía servicio. La penumbra no progresó pero las figuras se diluyeron. Quizá la mujer de Marshall mantuvo su presencia durante más tiempo. Pero al final esas personas, los magros muebles, los murales y hasta el trapo arrugado dejaron de verse. Regresaba al pueblo cansado andando por el amplio camino y me detuve en un par de ocasiones buscando la silueta del inmenso edificio. Pero no supe encontrarla. Era noche cerrada cuando abrí la puerta de casa. Y allí nadie me esperaba.      

4 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Magistral, Lerido!

Istefel dijo...

Nadie esperaba tras treinta años. José D. Hebern también lo supo.

Anónimo dijo...

Veo que no contestas. ¿Que no sabes quien soy? ¿Quién te llamaba Lerido eh?

Ferrer Lerín dijo...

No, Anónimo, la verdad es que no caigo. Escríbeme, si quieres, a la dirección de correo electrónico asociada a este blog.