Lorenzo Cóster, sacristán de Nuestra Señora de la Espina de Haarlem, era un efebo de vidriera emplomada, espigado, céreo, rubianco y belfo. Se cubría la coronilla intensa con un solideo y vestía una túnica parda y volantona cuya fimbria se posaba en el veludillo de sus botines. Años después, Lorenzo Cóster hubiera sido el modelo dilecto para inmortalizarse en los cuadros de El Arca de Santa Úrsula que para la ciudad de Brujas pintó el hético Hans Memling. Lorenzo Cóster parecía de mentira –simulacro de sí mismo- de tantos colorines desvanecidos como le pasaban, por el rostro y por las manos, los altos ventanales góticos del ábside y del crucero. Lorenzo Cóster amaba los retablos estofados en los que las vírgenes presumían de clorosis casi vegetal –recordemos los lirios y las azucenas y los nardos de las comparanzas ortodoxas- y los patriarcas tenían trazas y empaque de burgomaestres; amaba las notas deshinchadas y deshilachadas de los órganos y caedizas, más que caídas, con un peso francamente aprecible que resultaba acariciador; amaba los silencios tan apretados y tan espesos de los que podían cortarse rajas silenciosas y en los que cada pensamiento deshechado sonaba lo mismo que un cristal hecho añicos. De niño, Lorenzo Cóster, enamorado de una nobilísima dama que irradiaba la juventud y la belleza de sus mil quinientos años, la cantó ante sus capillas con fresca voz de seise. Y alguien, viéndole y oyéndole, le comparó con uno de los ángeles cantores que Huberto Van Eyck pintó con mano de seda en el políptico La adoración del Cordero místico que se admira en el templo de San Bavón de Gante. Lorenzo Cóster, sacristán erudito, leía a Santo Tomás y a Scoto en mamotretos manuscritos muy compulsados y a Virgilio y a Séneca en breviarios góticos con miniaturas. Muy joven, Lorenzo Cóster se enamoró de Hilda, sobrina del obispo de Haarlem, dieciocho años cereales en un alma con parsimonia de girasol. Al enamorado le placía lo que más grabar, a punta de cuchillo, en la fresca corteza de los árboles, las iniciales entrelazadas de Hilda y Lorenzo; le placía recortar el trocito de la corteza así grabado para entregárselo a su amada. Una vez, habiéndolo envuelto en una hoja de pergamino –musicada con una antífona de Isaías- y habiendo apretado en el fervoroso recuerdo su ofertorio, al desenvolverlo, contempló con estupor, que, en la hoja patinada, se pintaban con suficiencia las entrelazadas iniciales del más pequeño poema de amor que puede escribirse en el mundo. Así se lo confió Lorenzo Cóster a su amigo Juan Gensfleichs Gutenberg, quien andaba obseso buscando la movilidad vital de los alfabetos.
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Inicio del artículo de Federico Carlos Sainz de Robles "Gutenberg y la imprenta" publicado en el nº 40 (enero 1941) de la revista Vértice.
viernes, 31 de octubre de 2008
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2 comentarios:
Desde cuándo no se puede escribir - y pensar y también leer- así?
Si esto es de los ´40 es una rareza, y sólo Ferrer Lerín - tal vez también el Sabio- podía dar con ella.
Gracias por este nuevo fragmento de un pasado que ojalá pueda seguir martillando el vacío del presente
Un trozo de LITERATURA, con calidad en la palabra e interés en la historia que cuenta.
Esta pasada noche he comenzado a leer el "Bestiario". Me gusta.
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